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SUS LABORES
Laura entró en su piso. Aspiró con agrado el olor característico de su hogar al tiempo que depositaba su bolso encima del práctico mueble del recibidor. Venía de dejar a sus hijos en el colegio. En el interior de su men-te todavía giraban, como peonzas mareantes los ecos de las voces de sus tres hijos discutiendo, peleando como siempre. La discordia entre ellos era casi permanente. Y esto la exasperaba.
En esta ocasión había sido motivo de controversia la eternidad. El mayor defendía que significaba duración infinita de tiempo; el mediano consideraba que sólo expresaba espacio de tiempo muy largo; el pequeño aseguraba, con la contundencia habitual en él, que era una semana como mucho. Inútilmente trató ella de hacer prevalecer su juicio.
Laura dirigió sus pasos a la cocina. La tediosa y deprimente tarea dia-ria le aguardaba igual que una condena perpetua ineludible. Recorrió con ojos de resignado aborrecimiento los cacharros del desayuno amontonados sobre la mesa, junto al pan, mermeladas, mantequilla, miel, leche, numerosas migajas y varias manchas.
Antes de comenzar su anodino y cotidiano trabajo conectó la radio. Hizo girar el dial hasta encontrar la emisora que difundía música clásica a esa hora de la mañana. Escogía aquel tipo de música porque le relajaba, no porque fuera ninguna melómana.
A continuación entró en el dormitorio y se quitó los zapatos. Una ex-presión de alivio se extendió por su todavía hermoso rostro borrando el fruncimiento de su entrecejo. La torturaba tener sus pies apretados. Se cal-zó las viejas zapatillas de estar por casa.
—Bueno, vamos allá. Empecemos —murmuró en un tono de voz mitad fastidio, mitad conformismo.
Esbozó una sonrisa melancólica. Acababa de recordar una frase graciosa que le había escuchado en cierta ocasión a una clienta de la verdulería frecuentada por ella: <<Cuando una mujer habla sola es que le ocurre una de estas dos cosas: su marido la engaña con otra o tiene albañiles en su casa>>.En su caso particular no era ni una cosa ni la otra. No estaba de obras y, en cuanto a su marido podía decir aquello de que él no iba de restaurantes porque le sobraba con lo que comía en casa. ¡Y vaya si le sobraba! Se reconvino—: <<Bueno, no voy a empezar amargándome el día tan pronto, ¿eh? Optimismo, ven a mí>>.
Devolvió al frigorífico todos los productos alimenticios y después llevó las piezas de vajilla al fregadero y la encimera. Se colocó alrededor de la cintura el gracioso delantal con recetas de cocina impresas —todas las había preparado a demanda de sus hijos, satisfaciendo plenamente a éstos una sola de ellas: berenjenas rellenas de carne picada— y sin pensar en lo que hacía, actuando con el automatismo que, con el tiempo, por lo general, terminan adquiriendo las sufridas amas de casa, lo fue limpiando todo. Era aquélla, de todas las labores del hogar la que menos la disgustaba, por eso nunca le había exigido a su marido la compra de un lavavajillas.
Cuando terminó esta anodina labor limpió la mesa y barrió el suelo. Luego se dejó caer —pausa primera de la jornada— en una de las cinco sillas que rodeaban la alargada mesa de formica barnizada de color gris, y con un brusco movimiento de cabeza echó hacia atrás su larga melena suelta. Estaba orgullosa de su pelo. Se lo había lavado el día anterior. Lo tenía sedoso, brillante, negrísimo. Aquella mañana, al peinarse, había encontra-do tres canas más y muy disgustada las había cortado cuidadosamente, a ras del cuero cabelludo. Empezaba a sufrir los inmisericordes ataques del inexorable paso del tiempo. Aborrecía todo aquello que no tenía la delica-deza de hacer excepciones con respecto a ella.
Bostezó. No había dormido demasiado bien la noche anterior y se había levantado mal aquella mañana. Dormir lo suficiente le era tan necesario como el comer. Estaba además con la regla, que le venía a menudo acompañada de un fuerte dolor de cabeza, malestar general y profundo desánimo. <<<Es tontería sufrir si puede evitarse. Tendré que tomarme un par de aspirinas, aunque les tenga tanta manía a todos los fármacos>>, decidió.
Tras lanzar un nuevo suspiro apoyó ambas manos en sus rodillas ayu-dándose a recobrar la posición vertical. Trasladó sus manos a los riñones y curvó su cintura hacia atrás en un ejercicio que tenía algo de gimnástico. La mata de cabellos azabaches se deslizó suavemente por su espalda lle-gándole casi hasta la cintura. Otro suspiro más y acto seguido se acercó al elevado armario imitación madera de roble y sacó de su interior el frasco de analgésicos. Metió dos de ellos dentro de un vaso lleno de agua hasta su mitad y una vez disueltos se los tragó haciendo una mueca de repugnancia. El agua sabía tan fuertemente a cloro.
Subió a continuación un poco más el volumen de la radio para poder oírla desde las habitaciones. Comenzó a recoger las ropas que habían dejado esparcidas por todas partes sus tres hijos varones juntando un buen montón de ellas que, uniéndolas a las suyas y las de su marido, metió den-tro de la cubeta de la lavadora. Seleccionó el programa conveniente y la puso en marcha. El zumbido del artilugio mecánico pareció querer tala-drarle el cerebro, tal era el grado de sensibilidad que le afligía aquella ma-ñana.
Mientras hacía las camas estuvo rumiando qué iba a hacer de comer y lo que necesitaba comprar. La bombona del gas se había terminado cuando preparó los desayunos, viéndose obligada a colocar la guardada en reserva. Tendría que llamar a la distribuidora para que al día siguiente le cambiaran la vacía por una llena. <<Lo apuntaré en el calendario no se me vaya a olvidar >> Dio un rápido barrido a toda la casa. Pasó la fregona por la cocina, el salón y el cuarto de baño. No tuvo ganas de nada más. Casi le había desaparecido la jaqueca. ¡Menos mal! Se cambió la compresa empapada por otra nueva. La envolvió bien con una hoja de periódico y la colocó al fondo de la bolsa del cubo de la basura. Por nada del mundo quería pasar la mortal vergüenza de que la descubrieran sus hijos y pudieran pedirle explicaciones al respecto.
Se peinó de nuevo delante del espejo del cuarto de baño y se dio también un toque de carmín en los labios. Le disgustó el aspecto de su cara. Muchísimo. Le pareció que las malditas patas de gallo en los extremos de sus negrísimos, almendrados ojos se marcaban más que otros días. Esto contribuyó a aumentar la depresión que la embargaba. Finalmente se puso de nuevo los zapatos de salir, cogió el carrito de la compra y bajó a la calle.
Tuvo que recorrer tres manzanas arrastrándolo por la acera. Sus rue-decitas daban continuos saltos por culpa de las desigualdades del enlosado. Por hallarse a final de mes y había poca gente en el pequeño supermercado del barrio.
El malhumor de Laura fue en aumento al comprobar que nada menos que cuatro productos de primera necesidad habían aumentado los precios desde la semana anterior, algo que era ya demasiado frecuente muchos lunes. Laura sospechaba que los comerciantes aprovechaban los fines de semana para rumiar y decidir nuevas subidas de sus productos. Refunfuñó para sus adentros: <<Ama de casa tendría que ser el ministro de Economía para que se enterara de lo que nos cuesta a nosotras, las mujeres que llevamos adelante un hogar, llegar a final de mes con el modesto salario de nuestros maridos. Se cuidaría entonces bastante más de lo que se cuida ahora de controlar y evitar la continua escalada de precios>>.
El momento agradable de la mañana se lo ofreció el carnicero. Veinte y pocos años, chaquetilla blanca, guapo, fuerte, siempre de excelente humor.
—¿Qué le sirvo esta mañana a la más hermosa de mis clientas?
Sonrisa amplia y mirada apreciativa por su parte. Era además de sim-pático, competente. Traía género de primera y se esmeraba en servir bien a su clientela.
—Venga, granuja, ponme cinco filetes de ternera. La carne que sea tierna y fresca, ¿eh? No creas que vas a engañarme con tus zalamerías. !Ah!, y los filetes córtamelos finos, muy finos —le advirtió Laura, en las mejillas un toque de rubor que la favorecía, risueños sus bellos y grandes ojos, levemente entreabierta su boca pulposa.
—Yo siempre le sirvo a usted lo mejor que tengo, señora Laura. Es usted mi clienta favorita —Le enseñó el pedazo de carne del que iba a cortar—. Fíjese usted qué maravilla. De una ternera recién matada esta mañana.
—¿Cómo la has matado: de un susto? —se burló ella.
—Bastó con que le enseñara mi cara antes de lavarme y afeitarme, para dejarla tiesa. Eso es lo que más me gusta de usted, señora Laura: lo guasona que es y el buen talante que demuestra siempre.
—Buen talante que pierdo cada vez que me subes la carne.
—¡Eso son ganas de hablar, señora Laura! Yo nunca la subo. La vendo siempre aquí en el mismo sitio: en la primera planta. Me estará usted confundiendo con las verduleras, que están en el piso de arriba.
Rieron. El comenzó a cortar los filetes bien finos, como le convenían a ella. Llegaron dos parroquianas más. Mujeres de mediana edad y sobradas de peso.
—¿Qué tiempo hace en la calle, distinguidas señoras? —les preguntó el vendedor dirigiéndose a la báscula para pesar la carne que acababa de envolver en papel encerado.
La báscula marcó el peso y su coste.
—En la calle hace mucho menos frío que aquí —le respondió una de ellas.
—¡Vaya disgusto que acaban de darme! Yo que creía que estaba calentando con mi ardiente corazón esta zona del mercado —bromeó el carnicero.
—Pues parece ser que tú corazón es un mal calefactor.
—No tarde mucho en volver señora Laura, que el negocio mío se resiente y la alegría de mis ojos también.
Laura movió la cabeza en un gesto falsamente reprobatorio. Mientras se alejaba escuchó los comentarios que las dos mujeres dejadas atrás hacían sobre su hermosura. Y estas alabanzas la deprimieron más que conten-taron. El espejo cada mañana, al examinarse en él mientras se aseaba, le decía que sus encantos se iban ajando inexorable y aceleradamente: lo ha-bitual en una mujer que estaba a punto de traspasar la barrera de los cua-renta. <<¡Dios santo, qué rápido pasa el tiempo! ¡En un soplo se te va la juventud! ¿Cómo no va una a sentirse deprimida y frustrada?>>
Terminó de adquirir las demás cosas que precisaba y regresó a su hogar tirando del carrito con energía, a pesar de la sensación de cansancio que empezaba a convertírsele en crónica.
Se le encendieron las mejillas al pasar por delante de un edificio en obras y recibir los requiebros groseros, aunque halagadores, de los obreros que estaban trabajando en él. Reflexionó, pesimista: <<Hay cosas que nunca cambiarán en este país nuestro. Que los tíos se crean con derecho a meterse con nosotras, las mujeres, es una de ellas>>. De nuevo en la cocina de su casa Laura sacó la ropa de la lavadora y salió a la pequeña terraza a tenderla. En otra terraza del edificio situado enfrente estaba su amiga Cecilia realizando la misma labor que ella. Se saludaron risueñas. La corta distancia que las separaba les permitió hablar sin levantar demasiado la voz. Tocaron los temas de siempre: la climatología, la subida de tal o cual producto de primera necesidad, cosas de la familia, algún chismorreo más o menos malicioso…
Cecilia tenía la parejita; doce años la niña, diez el niño. El marido trabajaba de electricista por cuenta propia. Era bueno en su oficio. Demasiado propenso a cobrar caro, contaba con menos clientes de los que habría tenido de ser más razonable a la hora de cobrar por las reparaciones o ins-talaciones nuevas que efectuaba. Cecilia estaba cansada de decirle que ba-jara sus precios y conseguiría que solicitase mucha más gente sus servi-cios. Él ni caso. Era obstinado como una mula opinaba su mujer.
Quedaron ambas en ir juntas el sábado de aquella semana a unos grandes almacenes que habían iniciado ya las rebajas de fin de temporada. En principio los visitarían con la intención de curiosear. Luego, si veían algo que les gustase mucho y fuera asequible a su modesto bolsillo, tal vez comprarlo. Tardaron poco en decirse adiós. Las dos tenían abundante faena aguardándoles.
Laura echó un vistazo al reloj. Dentro de media hora debía comenzar la preparación de la comida. La serie de televisión que seguía algunas ma-ñanas, cuando le era posible, había terminado ya. Se la había perdido otra vez más.
Descartando las mil cosas que le quedaban por hacer, Laura se dejó caer sobre el confortable sofá. Descansaría unos minutos. Abrió las piernas y subió algunos centímetros su falda, hasta lo alto de sus bien torneados muslos. Le vino un pensamiento que pintó en su rostro una expresión ri-sueña, pícara. <<Un hombre ardiente que me viese en este momento pensaría que estoy sexi>>. Borró esta desasosegante suposición pasando su bonita mano por la frente tersa y todavía algo sudada por toda la tarea que venía de realizar. Mantuvo la postura. La encontraba relajante.
Su vista recorrió el salón. Se detuvo en las figuritas de porcelana que adornaban el anaquel superior de la alacena. ¡Tenían polvo de nuevo! ¿Cuándo las había limpiado por última vez? Hizo memoria. El viernes de la semana anterior. Hacía dos días tan solo. ¿Por dónde demonios entraba el maldito polvo? Estaban al principio del invierno y, porque hacía frío, mantenían todo el tiempo puertas y ventanas cerradas. ¡Misterio! ¡Ganas de fastidiarla! Lo quitaría por la tarde, una vez terminase de lavar los ca-charros del almuerzo.
<<¡Qué asco, por Dios! ¡El trabajo de la casa no termina nunca! ¡Acabas una cosa y hay otras diez esperándote! ¡Uf, qué amargada me siento hoy! Como se le ocurra a Sergio decirme una palabra más alta que otra, se la lío. ¡Vaya si se la lío! Estoy de un humor de perros>>.
Sucumbió a la tentación y tomando de encima de la mesita baja del tresillo el mando del televisor lo pulsó recorriendo en rápida sucesión todos los canales. Nada de lo que ofrecían le llamó especialmente la atención. Dejó conectado el canal donde echaban una película antigua. La había visto ya un par de veces.
A los pocos minutos de prestarle atención torció la boca en un mohín desdeñoso. ¡Qué astutos y tramposos eran la gran mayoría de los cineastas! Sus historias románticas mostraban la parte más bonita de la relación entre una pareja: el enamoramiento, el noviazgo, las primeras relaciones sexua-les… ¡O sea lo mejor! Cenas en restaurantes a la luz de las velas, rodeados de artísticas jardineras plagadas de flores. Esmerado servicio de maître y camareros. Exquisiteces gastronómicas. Música muy romántica. Rebusca-das, preciosas frases de amor; Paseos de los protagonistas por jardines pa-radisíacos, alumbrados por una luna plateada y millares de titilantes estre-llas. Excursiones a lugares bonitos, exóticos en ocasiones. Bailes, fiestas, seductoras amabilidades por parte de los dos protagonistas; brillante, inge-niosa, culta, interesante conversación. Intercambio de miradas ardientes, amorosas, apasionadas; mutua fascinación… ¡Todo perfecto!
Y obviaban la gran mayoría de aquellos creadores de ilusiones la sor-didez que generalmente venía después del final feliz que ellos ofrecían, o sea: el trabajo tedioso y agotador, la crianza de los hijos, los problemas económicos, la monotonía en la pareja, las desatenciones, los abusos, la esclavitud de la mujer en su hogar, el machismo y desconsideración de la gran mayoría de los maridos, los malos tratos de éstos con sus consortes en tantísimos casos…
—Se acabó la buena vida. En la cocina falta gente —se ordenó a sí misma, apagando el aparato receptor de televisión.
Calzó de nuevo las zapatillas que se había quitado para darle descan-so a sus martirizados pies. Puso de nuevo la radio que había quitado al pasar la aspiradora por las alfombras y comenzó a preparar las verduras.
Las voces de los locutores le eran familiares de tanto oírlas. Daban las noticias de la una. Gran escándalo político de entrada. Los de la oposición poniendo verde al Gobierno y exigiendo dimisiones: nada menos que de tres ministros a la vez. ¡Podían esperar sentados! Una vez agarrada, ningún político soltaba la codiciada poltrona a la que se aferraban hasta con los dientes. Harta de escucharles giró el dial hasta hallar una emisora que emitía música retro. Reconoció en seguida la canción. Siguió la letra a dúo con la veterana cantante que interpretaba un bolero inmortal.
—“Si tú me dices: ven; lo dejo todo…”
Se animó. << ¿A quién le gustaba muchísimo esta canción? ¡Ya sé! A Osvaldo, claro. El mujeriego y caradura de Osvaldo. Menudo ligón. Mariló estaba loca por él. En su esclava incondicional se habría convertido si él se lo hubiese pedido. Era simpatiquísimo el muy canalla y divertido a más no poder. Quienes le envidiaban y detestaban decían que la tenía pequeña. Eran generalmente hombres, que son los que mayor importancia dan al tamaño de sus atributos. Me dijo en aquella fiesta que organizó en la nave industrial de su padre, que cuando yo dejara de ser virgen se acostaría conmigo. Luego no lo cumplió. Esa noche, en su fiesta, perdí mi virginidad con un estúpido de mierda. ¡Qué decepción tan grande me llevé! Una de-cepción que me durará mientras viva. Yo que había esperado tanto de esa primera vez. Esperado que fuera lo más grande que me había sucedido nunca. ¡Bah, ilusiones ingenuas de juventud! ¿Quién no las ha tenido? Mejor no pensar en ello. Son ganas de entristecerse. Es una idiotez permitir que me angustien frustraciones pasadas>>.
A continuación la radio rescató del pasado al rey del rock en una de sus más famosas interpretaciones.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—(1) “It´s now or never, come hold me tight, kiss me my darling, be mine tonight. Tomorrow will be too late, it´s now or never, my love won´t wait.”
Laura permaneció inmóvil para poder escucharla con mayor atención, extraviada ensoñación en la mirada, acelerado el ritmo de sus palpitacio-nes, sufriendo la agridulce nostalgia de todo lo perdido para siempre. Cuando terminó la canción, Laura no lloraba por culpa de la cebolla que estaba pelando sino por el tiempo irremediablemente perdido para siempre. Parecía haber ocurrido ayer y, sin embargo, se le había ido desde entonces —desde que murió el inigualable roquero norteamericano— el segundo cuarto de su vida, en el supuesto de que llegara a octogenaria. Había heredado de su madre la locura por el rock. De muy joven había disfrutado el frenesí, la salvaje emoción de bailarlo hasta la extenuación. Nunca fue miedosa, así que se atrevió con las más arriesgadas piruetas. En más de una ocasión tuvo suerte de no romperse la cabeza.
Con Beni, el novio de su prima Celia, lo bailó mejor que con nadie. Celia llegó a ponerse tan celosa, que ellas dos terminaron enemistándose. Esto fue a partir de aquella memorable noche en que formando pareja, Beni y ella, ganaron el concurso de rock que tuvo lugar en la discoteca Armonium. ¡Qué noche tan gloriosa! Tocaron el cielo con las manos. Y al final Beni tampoco fue para Celia. El muy loco se fugó con una tía suya, una hermana de su padre, veinte años mayor que él. Locuras de juventud.
—Maldita cebolla irritándome los ojos y haciéndome llorar. Siem-pre se me olvida ese truco de tenerla unos segundos bajo el grifo del agua antes de ponerme a pelarla —se quejó Laura, quebradiza su voz. Echó una ojeada al redondo, práctico, sencillo y feo
(1)Es ahora o nunca. Ven y abrázame fuerte, bésame mi amor, sé mía esta noche. Mañana será demasiado tarde; es ahora o nunca, mi amor no esperará.
El reloj de pared, regalo de Ernestina, la madre de su marido. Su hipocondríaca suegra tenía el gusto donde ella sabía, y avaricia para romper mil sacos—. ¡Qué deprimente es estar rodeada de cosas que no le gustan a una! —lamentó.
De nuevo se vio agobiada por el inexorable transcurrir del tiempo. Media hora más y tendría que ir corriendo, para no variar, a recoger a sus niños al colegio.
Renunció esta vez a emplear el ascensor. Descendió deprisa las escaleras. Era el ejercicio diario que imaginaba más contribuía a mantenerla en forma. A pesar de haber medio perdido el resuello al llegar abajo, canturreó por lo bajo:
—(2)It´s now or never, come hold me tight…
(2) Es ahora o nunca, ven y estréchame fuerte…