1.1 Memorias del Jazz


En el periodo de mi vida que voy a contar aquí, yo era pianista y, modestia aparte, no me consideraba uno de los peores. El amplio y variado repertorio con el que contaba lo debía al esforzado y perseverante estudio durante mis años de conservatorio, y al duro y continuado trabajo durante mi época de concertista. Además, mi privilegiada memoria musical y las diferentes experiencias vividas a lo largo de mi trayectoria profesional mejoraron todavía más mi arte.
Descubrí mi talento para la improvisación durante los enriquecedores dos años y pico en los que formé parte de un grupo de jazz. Esa nueva faceta creativa me apasionaba y me llenaba como ningún otro recital o concierto lo habían hecho antes. Nuestro grupo actuaba en salas nocturnas de Francia, casi siempre dentro de la multicultural, multirracial y cosmopolita París, y justo es decirlo, gozábamos de un éxito considerable.
Peter (saxo), Lawrence (batería) y Baldwin (contrabajo y guitarra) eran unos genios oriundos de Nueva Orleans. Eran músicos excepcionales orgullosos de su herencia afroamericana. Era evidente en su música y en su forma de vida que corría por sus venas, además de sangre africana, exuberantes ríos de notas musicales.
De mis tres compañeros aprendí mucho más de lo que supongo ellos aprendieron de mí. Yo había recibido una formación académica rigurosa; ellos habían absorbido la música directamente de grandes maestros, nacidos como ellos con las melodías grabadas en sus entrañas.
Dentro de mi currículo musical, esa época tocando con ellos fue, para mí, la más satisfactoria de todas. Vivíamos un éxtasis constante sobre el escenario, empapados en sudor, exultantes, improvisando sin cesar.
Del otro tipo de éxtasis, el que procuran las drogas y el alcohol, yo solo sucumbí a la bebida, pero sin excesos. La muerte de una persona con la que mantenía encuentros ocasionales me alejó de las drogas y de la amenaza de la parca, siempre al acecho.
Solteros los cuatro, aventuras de una noche nos sobraban. Relaciones íntimas, sin ataduras. Hay que ser ingenuo para pensar que, siendo tan jóvenes y estando rodeados de tanta libertad, nos íbamos a limitar a una sola persona.
Vivíamos a tope, embrutecidos, somnolientos, exhaustos. Consumiendo la vela de la disipación por sus dos cabos a la vez.
Para aguantar aquellas largas y agotadoras noches entreteniendo a la gente que disfrutaba escuchándonos, yo, cuando lo precisaba, sabía tocar con una sola mano mientras con la otra agarraba la copa y bebía tragos espaciados de mi ambrosía preferida entonces: el pipermín frappé.
Sabía controlarme y no llegar al estado de embriaguez en el que se pierde el control de las manos y de la cabeza. Siempre le tuve un gran respeto a mi profesión, aunque a mí mismo, como persona, numerosas veces se lo tuve bastante menos.
Nuestro grupo se disolvió cuando mis tres compañeros, para poder mantener su elevado consumo de sustancias ilegales, se dedicaron también a venderlas.
Fueron arrestados, juzgados y condenados a varios años de prisión. Yo fui sometido a duros, persistentes y torturadores interrogatorios y exhaustivos exámenes médicos. Todo negativo. Demostré mi inocencia y no me encarcelaron. Tuve suerte, pues la policía, salvo honorables excepciones, le tiene poco respeto a la presunción de inocencia.
Deshecho el grupo, mi vida se convirtió en una sucesión de trabajos esporádicos y mal pagados hasta que me contrató el dueño de un tugurio de mala muerte llamado Le Vieux Bohème (El Viejo Bohemio). Allí procuré diversión a los noctámbulos mientras ellos, además de bailar y escucharme, consumían alcohol y otras sustancias perjudiciales para la salud física y mental. Aunque muchos de los que nos frecuentaban pertenecían a los bajos fondos parisinos, a menudo se les despertaba una emoción nostálgica. Me pedían melodías sentimentales como La Mamma de Aznavour, Ne me quitte pas de Jacques Brel y L'aigle noir de Barbara, y me recompensaban dejándome una pequeña propina.
Muchas noches, sobre todo cuando tocaba canciones como Tiger Rag, no podía evitar pensar en cómo mi vida en París había tomado un rumbo tan diferente, tan decadente. Había pasado de interpretar en salas prestigiosas hacía tan solo unos meses, rodeado de apasionados de la música y la fiesta, a entretener a una clientela desanimada en un antro de mala muerte.
Además, sentía las miradas de algunos clientes sobre mí, miradas que me inquietaban. Uno de los regulares con quien había entablado cierta amistad, un hombre al que llamaban de mal nombre El Medioreja, me aseguró que alguno de estos individuos era un policier vestido de paisano, vigilando los movimientos tanto míos como de los visitantes.
Según rumores que circulaban en el tugurio, El Medioreja arrastraba ese apodo desde la infancia. Al parecer, cuando era un bebé, una rata le mordió parte de la oreja en la chabola donde vivía con su familia. No sé cuán cierto era esto, pero nunca me atreví a preguntárselo directamente. Se mostraba amistoso conmigo, pero en más de una ocasión presencié su comportamiento agresivo con otros clientes.
Una noche, El Medioreja me avisó de una redada inminente. Y, efectivamente, ocurrió la noche que me señaló. La policía me tenía fichado por mis antiguos compañeros del grupo de jazz y habían intentado atraparme con drogas o alguna otra cosa que pudiera ponerme entre rejas, pero no encontraron nada, ni siquiera rastros de alcohol en mi organismo. Otros clientes y empleados del local no tuvieron tanta suerte.
Le Vieux Bohème permaneció cerrado unos días, pero reabrió tan pronto que sospeché que el propietario tenía conexiones con la policía. Durante la inactividad, decidí descansar y verme con Eliette.
Obras musicales mencionadas
- La Mamma de Charles Aznavour (Youtube: Vassiliy Rolitch- cover instrumental in piano)
- Ne me quitte pas de Jacques Brel (Youtube: johnpianoman - piano cover)
- L'aigle noir de Barbara (Youtube: SyLaDoRe - piano cover)
- Piano Rag (Youtube: Matthew J McIlree - Transcription)
(Nivel de Censura: Bajo)
Este es un fragmento de la novela Amanecer en el Paraíso de Shaikra
