ORFEO Y EL ASUNTO DEL PERRO

Relatos 10 de mar. de 2009

Yo salía de los urinarios públicos y mi primo Orfeo iba a entrar. Reparé enseguida en que él llevaba una mano vendada.

-¿Qué te ha pasado esta vez, primo? -dije sorprendido, pues no hacía ni un mes que le habían quitado la escayola de la pierna que se rompió al empujarlo la adultera por la ventana del primer piso donde ambos se estaban refocilando sin permiso del marido que, encima era muy celoso.

-No me hables. Menuda racha llevo -poniendo justificada expresión de víctima recalcitrante -. Acompáñame dentro y te lo cuento.

La curiosidad es una trampa con la que a mí me cazan muy fácilmente. Entramos. Había varios tíos desaguando, unos con caras de alivio y otros como malhumorados por tener que realizar tantas veces al día esta función de tan poco mérito.

No he contado que mi primo llevaba la mano además de vendada, en cabestrillo. Antes de acercarse al urinario, Orfeo me dijo al oído algo que me escandalizó.

-¿Te has vuelto loco, primo? -le reprendí-. Qué pensaría de mí la gente si yo te ayudara en eso? De ninguna manera. Tengo una honorabilidad que defender, y muchas ganas de hacerlo.

Él, dolido:

-¡Lo sabía! Sabía que el primer favor que te pidiera en mi vida, me lo ibas a negar. Más me valdrá de ahora en adelante confiar más en extraños que en los que llevan mi misma sangre.

-Sangre sólo por parte de padre -alegué en mi defensa.

Por suerte a mi primo no se le ocurrió demandar a ninguno de los presentes la ayuda que me había solicitado y yo negado prestarle. Exageró al máximo la maniobra, y todo el mundo se dio cuenta de que estaba utilizando una sola mano -la sana- para abrir la cremallera de la bragueta y lo que siguió de inmediato, que por discreción no describiré. Hubo algunos que como yo esbozaron sonrisas de burla, pero también los hubo que mostraron compasión, y un jovenzuelo de aspecto querúbico se le ofreció para lo de la sacudida final. Aquí mi primo, muy digno le dijo:

-Aparte de la mano mía, sólo admito manos amigas en ciertas partes muy íntimas de mi anatomía. Gracias por tu oferta de todas maneras. Seguramente, si no tuerces el buen camino que ahora llevas, acabes ganando el cielo. Las buenas acciones las premian siempre en el reino de los cielos

-¡Desagradecido! -le soltó el voluntario, marchándose ofendido, con la cabeza muy alta y los brazos tiesos y pegados a los flancos.

Cuando mi primo Orfeo se reunió conmigo, que lo esperaba al lado de la puerta, me mostró un par de manchitas húmedas, insignificantes, en sus pantalones y me dijo, acusador:

-Esto ha sido culpa tuya. Cárgalo sobre tu conciencia.

-Huy, no sé si mi conciencia aguantará tan enorme carga -respondí con una carcajada que multiplicó su volumen la favorable acústica del meódromo.

Lo abandonamos. Orfeo me hizo chantaje enseguida.

-A esta hora si quieres que te cuente lo que me ha pasado, tendrás que invitarme a un aperitivo acompañado de una ración de almejas.

Se detuvo para arreglarse el pañuelo que anudado tras la nuca le sujetaba el brazo que mantenía todo el tiempo formando una ele. Como con él siempre salgo perdedor, intenté que la pérdida fuera la menos posible.

-Un aperitivo y un pincho de tortilla.

-Si vas a tratarme con tacañerías, me voy para casa y no te cuento nada.

-Joder, joder, siempre me chuleas -lamenté-. Más que un primo, lo que tú eres para mí es una sanguijuela.

El bar que nos quedaba más cerca era el de la Culona, mujer de unos cuarenta y cinco años más elevados para arriba que decantados para abajo. Por capricho de la naturaleza es guapa de cara, pero para desgracia suya el capricho de aquélla no pasó de ahí. De cintura para arriba esta señora es una cosa normal, de cintura para abajo sólo tiene trasero y además, parece que no encuentra bragas del tamaño que necesita pues se las sube todo el tiempo porque no se le sujetan en la cintura.

-Dos aperitivos y media ración de almejas-pedí por si colaba.

-No hagas caso de mi primo, Encarna, que está siempre de broma, Ponme la ración entera y bien servida, que el cariño que te profeso, bien lo merece.

A ella le gusta la sonrisa sinvergonzona de mi primo. En este mundo hay gustos para todo.

-Ya me he dado cuenta de que me miras siempre con ojos golosos -se hizo ilusiones ella, subiéndose sin disimulo aquello que no paraba de bajársele.

-Golosísimos -afirmó mi primo enseñándole la dentadura y la lengua gorrina.

En recompensa ella le devolvió un remeneo de lo que tan de sobras tenía en su cuerpo.

Cuando la mujer nos hubo servido los aperitivos y las almejas, buscamos una mesa vacía y la encontramos. Mi primo con solemnidad de sibarita consumado pinchó una almeja y luego de depositarla con elegancia dentro de su boca dijo poniendo ojos de deleite supremo:

-¡Guau, qué rica! ¿Por qué me gustaran a mí tanto las almejas?

-Porque sólo las comes cuando te las pago yo -dije así de claro.

-Mira, el lotero. Anda primo, compremos un décimo a medias. Mi parte te la pago mañana, y el número lo guardaré yo porque tú eres muy distraído y olvidadizo y puedes perderlo.

-Ni hablar. Ya he cometido mi imbecilidad del día y no esperes que cometa ninguna más.

-Hay que ver cómo eres. Renuncias a tu suerte, con tal de fastidiarle la suerte a otro ser humano que, encima lleva tu misma sangre.

-Con lo mal que te portas conmigo, sangre mía debes llevar poquísima. Dos o tres gotas, a lo sumo. ¿Me vas a contar de una vez lo que te ha pasado en la mano y que tan caro me está costando?

-Lo de la mano es un mordisco.

-Un mordisco de perro -aventuré creyendo que ejercía de adivino.

-No, no. Hubo un perro que mordió también, pero no a mí. Si no me interrumpes con tus especulaciones, te lo iré contando.

Por miedo a que no lo hiciera callé observando que, con todo el teatro que había hecho con su mano, ésta sí le valía para ir pinchando con el tenedor las almejas y llevárselas a la boca.

-Verás, se bajó una señora de un Rolls-Royce dorado.

-¡Joder! -sorprendido.

-No empieces a interrumpirme, ¿eh? -amenazó.

-Lo dije para mí -justifiqué.

-La señora del coche lujoso dejó en el suelo un perro inmaculadamente blanco, que llevaba con ella. Ni grande ni chico. Una cosa mediana, que lucía un collar de diamantes alrededor de su cuello -por temor a que cumpliera la amenaza que había recién realizado no le pregunté si el detalle del collar de diamantes no era fruto de su imaginación-. De pronto un indigente que en aquel momento pasaba por la calle tuvo la desdichada ocurrencia de acercarse a la ricachona a pedirle una limosna. Ella lo miró desconcertada. Quizás era el único pobre lastimoso que había visto en toda su regalada existencia. Resultó evidente que ella no sabía cómo reaccionar ante aquella insólita situación que nunca antes debía habérsele presentado. Pero el que sí supo cómo reaccionar fue su bonito perro blanco que, sin mediar ladrido alguno, se fue para el mendicante y le arreó un considerable bocado en su huesuda pantorrilla.  El así agredido lanzó un bramido de dolor y acto seguido, con la pierna buena, le arreó tan descomunal patada al perro que lo levantó varios metros del suelo. El animal mantuvo un aullido ensordecedor mientras subía por el aire, aullido que terminó al aterrizar el animal sobre el pavimento, con los hocicos por delante. Entonces, levantándose medio grogui, se escondió dentro del coche cuya puerta mantenía abierta un serio, circunflejo, uniformado chofer. Yo me figuré entonces que el pedigüeño iba a darse por satisfecho con su venganza, pero no fue así, porque se fue hacía la ricachona y diciéndole que toda su vida había estado manteniendo vivo el deseo de darle a conocer el dolor a algún privilegiado de la fortuna, le arreó un feroz mordisco en su mórbido y perfumado hombro. Ella lanzó un grito tan elevado de decibelios que temblaron las lunas de los negocios que teníamos más cerca.

-¡Qué barbaridad! Qué conjunto de desatinos, primo -reconocí, perplejo a más no poder.

-Pues te falta todavía oír el desatino mayor -afirmó él tragándose la última almeja de la ración-. El Quijote que llevo dentro me impulsó a intervenir. Me acerqué a la señora y la dije, que el necesitado -que por cierto había escapado corriendo- había obrado mal, pero también lo había hecho su impulsivo y mordedor perro. Ella, sin abrir sus ojos, histérica perdida, cogió mi mano y supongo que creyendo que era la de su agresor, me la mordió con todas sus ganas. Ay, primo, para cuando pude cerrar la boca por la que abierta al máximo había lanzado yo mi alarido de dolor, ella se había metido dentro del coche y el chofer uniformado se la llevó junto al chucho blanco y cobardón.

-Que canallada -reconocí indignado.

-Pues decirlo con toda seguridad.

Él se miró con ternura la mano herida que, terminadas las almejas había adquirido completa inmovilidad.

-Supongo que tomaste el número de la matrícula del Rolls-Royce y denunciaste el atropello sufrido -pedí hambriento de justicia.

-He retirado la denuncia.

-¿Y eso por qué? -dije con tono reprobatorio.

-Vino a visitarme el abogado de la ricachona y me dijo que si seguía adelante con la denuncia se me iba a caer el pelo, pues ella mostraría su mordisco y alegaría que me mordió a mí en defensa propia.

-Eso es una cochinada grande como una casa -condené.

-¿Entiendes tú ahora porque sostengo a todas horas que los ricos ganan siempre y me empeño en ser de izquierdas?

-Por eso te mordió esa mano la ricachona: la izquierda -aventuré, bastante confuso.

Mi primo pareció advertir por primera vez este detalle.

-Te das cuenta, primo. He recibido un mordisco político.

-Todo es política dicen los que creen entender de eso. Supongo que el mendigo le mordió a la millonaria su mano derecha.

-Pues no. El muy desorientado le mordió la izquierda.

-Vivimos tiempos de absoluto desconcierto. Creo que los pobres no sabemos porque lo somos, mientras que los ricos sí saben porque son ricos.

-Paga, primo, y no nos amarguemos más de lo que ya estamos -concluyó él.

Orfeo fue más rápido que yo y se me adelantó cogiendo el cambio que la Culona me había devuelto. Se acercó a la máquina tragaperras, le echó una moneda y el tramposo artilugio se volvió loco pues tocó a arrebato y comenzó a soltar una catarata de dinero. Todos los presentes se volvieron a mirarnos con ojos cargados de envidia y, del pasmo la Culona dejó tranquilas sus bragas caídas.

-Supongo que iremos a medias, primo -manifesté, esperanzado-. La moneda que le metiste a la tragaperras era mío.

-El dinero será del que sea, pero la buena suerte ha sido solo mía.

Y tal como me había dado a entender muy claro, se quedó con toda la pasta. No pienso hablarle a mi primo Orfeo, en lo que me resta de vida. La tolerancia, al igual que la minifalda, tiene un límite que, sobrepasarlo, es inmoralidad.

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