OCURRIÓ EN EL PUEBLO DONDE FERNANDO VII DIO LAS TRES VOCES
Primitivo Limones era alcalde de un pueblecito situado en esa región donde Fernando VII dio las tres voces (que desde un punto de vista soberano y sonoro no deja de tener su mérito). Este primer edil, hombre muy analista y amante de los canes venía intrigándole, ya desde su más tierna infancia un hecho que se repetía día tras día y generación tras generación, y que era el líquido chorreo que estos animales tan amigos de los hombres dejan en las esquinas de las calles previa alzada de pata, la gran mayoría de ellos. Y este funcionario, curioso y observador, se preguntaba con persistente obstinación: “¿Qué mensaje dejan los perros cuando orinan en las esquinas de las calles del pueblo? Daría cualquier cosa por saberlo. Y al final lo sabré”.
Así que un día en que los problemas de la alcaldía le dieron un sosiego franciscano y se encontró libre de apremios, hizo llamar a Ramiro Lechuga, uno de los hombres más sabios del pueblo —había descubierto que, en contra de la creencia mantenida por muchos amantes de las rarezas, los murciélagos no defecaban por la boca sino que tienen su correspondiente ano, al igual que la naturaleza equipa a cualquier hijo de vecino (con disculpa anticipada para los quisquillosos que encuentren ofensiva esta comparación)—.
Cuando este interesante hombre con mando en plaza tuvo delante de él a Ramiro Lechuga de pie, respetuoso, con la casposa boina en la mano dándole giros para que se le cayera el polvo adherido, y la inteligencia brillando en su mirada falta de sincronización, le dijo:
—Ramiro, hay una cosa que me viene causando desasosiego a lo largo de toda mi exitosa vida. Y es lo siguiente: ¿Qué mensaje dejan los perros cuando orinan en las esquinas? ¿Te crees capaz de averiguarlo?
Ramiro Lechuga esbozó una sonrisa que, de tan modesta ni siquiera mostró sus mal desparramados dientes, y dijo con voz de barítono sin estudios:
—Puedo intentarlo. Lo que no se prueba no se sabe. Le dije así a mi padre cuando quiso informarme sobre los goces y peligros del sexo.
—Claro, y por eso tuviste que casarte con la que ahora es tu mujer, antes de lo que todos teníais previsto.
—Vamos a dejar el pasado en su archivo correspondiente, amigo alcalde, que yo te pillé más de una vez en mi campo de trigo, con mujer ajena, y jamás dije nada al marido que podía interesarle saberlo, un hombre que ambos conocemos por su mal carácter y aficionado a clavar la navaja donde más duele en ser humano.
—Amigo mío, dejemos el pasado en su archivo correspondiente. No hay nada mejor —se apresuró a aconsejar el que antes de hacerse con la alcaldía había practicado con entusiasmo el adulterio—. Mira, los gastos y el tiempo que emplees en tu investigación correrán por cuenta del ayuntamiento, así como un plus por desplazamiento.
—¿Quiere eso decir que debo investigar a perros de otros pueblos además del nuestro?
—No, hombre, lo digo por la gasolina que gastes.
—Gasolina no gastaré, pero el coste de un par de zapatos nuevos, buenos, sí voy a cargar en la cuenta.
—Y harás lo justo, pues como muy bien dijo un tal Zapatero, el dinero público no es de nadie, y lo que no es de nadie a nadie le duele lo que se haga con ello.
—Primitivo, tu sabiduría para aprender de los demás lo que más conviene, te ha llevado al alto cargo que ocupas hoy —con envidiosa admiración el de la gorra en mano.
—Siempre me sienta bien que se me reconozcan méritos, Ramiro. Suerte en lo que te he encargado y muchas gracias por estar siempre dispuesto a ayudar a nuestro pueblo y a mi humilde persona —despidiéndolo.
—Nada, nada, el que paga manda. Buenos días, señor alcalde.
—Buenos días tengas tú también, Ramiro.
En cuanto pisó la calle, Ramiro se caló la gorra, pues tenía la convicción de que el sol abrasándole la calva le perjudicaba el engranaje de la inteligencia, y se dirigió a la ferretería donde adquirió la lupa mejor que tenían, puesto que iba a pagar este artilugio multiplicador de visión y demás gastos un dinero que no tenía dueño.
Con la lupa metida en el bolsillo se detuvo en el bar del Barbas al que pidió:
—Dame un tinto de marca y ten cuidado no vaya a caerse uno de tus pelos dentro.
El tabernero le dirigió una mirada torva y, dándole por el desdén replicó:
—No te las des de señorito conmigo, pamplinas, que hay gorrinos que huelen mejor que tú.
—Tengamos la fiesta en paz, y yo no pregonaré que llevas pegados en la barba media docena de fideos y unos cuantos guisantes arrugados.
Antes de lanzarle una réplica desabrida, el propietario de la tasca se metió en el cuarto de baño y comprobó que Ramiro Lechuga había dicho verdad. Para cuando se hubo quitado los restos de alimentos extraviados en su abundante pilosidad, su parroquiano se había marchado dejándole un par de euros sobre el mostrador.
—Tacaño de mierda que para no gastar electricidad en la lavadora, en vez de lavarlos cada vez que los tiene sucios, usa los calzoncillos por los dos lados, dándoles la vuelta —criticó enfurecido.
Ramiro Lechuga fue de esquina en esquina examinando con la lupa los mensajes orinados que los perros del pueblo estampaban en las esquinas. El más claro de estos orinados se lo proporcionó “Martillo” (nombre que el chucho había merecido por la forma de su cabeza) y que era propiedad del pastor Pascualino Borrego que, para llevar la contraria a muchos amantes de lo tradicional, fabricaba quesos que tenían forma triangular.
—Ahora sí lo tengo muy claro del todo —reconoció en voz alta, viendo como el can se alejaba realizando satisfactorios remeneos de cola decorada con abundantes bolitas de pinchos.
Y se fue directamente a la alcaldía. El alcalde que se había atascado en el crucigrama que estaba haciendo, por culpa del nombre de un rey visigodo que para fastidiarle se le había ocurrido existir en la heroica historia de su país, lo recibió enseguida.
—¿Qué, cómo ha ido todo? ¿Me traes algún buen resultado?
—Se lo traigo señor, alcalde. Ha resultado menos difícil de lo que en un principio supuse. Pero la constancia y la inteligencia derriban siempre cuantas fronteras les pongan por delante. El mensaje que algunos perros del pueblo dejan escrito en las esquinas es el siguiente: “Busco novia y busco novio”.
El asombro que le provocó esta inesperada revelación dejó al primer edil con la barbilla descolgada encima del pecho y sus ojos exageradamente doblados de tamaño.
—¿Eso pone, Ramiro? —logró balbucir cuando el mentón le regresó a su lugar habitual y recobró el movimiento de su lengua embaucadora.
—Eso pone, señor alcalde. Exactamente eso. No añado ni le quito palabra alguna.
—¡Qué listos y prácticos con nuestro amigos rabudos!
—Muy listos y prácticos —convino el investigador moviendo admirativamente la cabeza.
—¿Qué te debo?
—Deme tres mil euros de ese dinero que no es de nadie.
—¡Coño, eso es mucho por dedicarse un rato a ver meadas de perros —reconoció Primitivo Limones.
—Considérelo barato si a lo de ver meadas de perro añade usted mi discreción en el asunto carnal habido en mis trigales —astuto el abusador.
—Bueno, cuando un hombre tiene razón, es tarea ardua tratar de quitársela y yo no lo pienso hacer —resignado el mandamás del pueblo.
Aquella misma tarde el señor alcalde hizo emitir un bando en el que pedía a todo el que sintiera deseo apremiante de emparejarse, dejara escrito en las esquinas de las calles: “Busco novio/a”.
Y consiguió con ello dar ejemplo al mundo entero y el número de casamientos, amancebamientos y arrejuntamientos no sólo se multiplicó en su pueblo sino también en otros muchos países del globo terráqueo que, dados a copiar todo lo nuevo, siguieron su ejemplo. Y en homenaje al alcalde de este pueblo donde el desagradecido Fernando VII dio las tres voces, cuya brillante idea había copiado de los talentosos perros de su municipio, pusieron Primitivo de nombre a los retoños nacidos por haber seguido tan efectivo reclamo.