El Seductor y la Rica Heredera

El seductor y la rica heredera

Género: Novela Policíaca

Un valioso cuadro de Cézanne ha sido robado y su anciano propietario contrata a un joven detective para que lo encuentre. El principal sospechoso parece ser su propio yerno que desapareció al mismo que esta valiosa pintura del famoso pintor impresionista francés.
El joven detective, durante su complicada investigación conoce a un multimillonario dueño de una fabulosa pinacoteca privada, a su caprichosa hija que se ve envuelta en un asesinato, a hampones peligrosos que ponen en peligro su vida, y recibe también la decisiva ayuda de un viejo comisario de policía y de un prestigioso anticuario.

Finalista del 1º Certamen de novela Ciudad de Almería

«Memorial Salvador López García»

Primera Edición 2009
Editorial: Editorial Autopublish (Aldevara)

174 páginas

ISBN: 978-84-92805-10-5
(Leer Fragmento, página

CAPÍTULO  I

 

Saqué mis zapatos negros de debajo de la cama. Estaban sucios. Solté un gruñido de contrariedad. Odio limpiar zapatos. Me había despertado reflexivo y me pregunté por qué era así. Abrí el cajón de la mesita de noche. Al lado de mi revólver estaba el artilugio que tiene una esponja incorporada, la cual además de limpiar te ennegrece las partes que frotas con ella. Y empecé a darle. Encontré dos posibles razones a mi aversión a limpiar zapatos. Una el olor del tinte, que me repugna. La otra que siempre, antes de independizarme, los zapatos me los había limpiado mi servicial madre. Decidí no profundizar más. Acabaría sintiendo remordimientos.

El libro cargado de sabiduría oriental que me había prestado Tanaka, mi sen sei del gimnasio donde acudo a practicar artes marciales tres noches por semana y, que estaba leyendo muy poco a poco porque si vas a la carrera en las cosas filosóficas te las pasas sin enterarte, aconsejaba concentrarse mucho más en las cosas espirituales, que en las mundanas. El espíritu es el órgano invisible que el hombre menos cuida y menos ejercita, a pesar de ser el principal de todos cuantos posee.

Me puse los zapatos embetunados, cogí la chaqueta del armario, lancé la percha sobre la cama y abandoné mi piso. Pasé de largo por delante del ascensor. Es un artilugio mecánico al que también odio. Cuando se avería te pone a prueba la claustrofobia.

Bajé los tres pisos silbando. Más por costumbre que por tener una razón especial para estar contento. Desemboqué en la calle. Eché una mirada a lo alto. El cielo estaba vestido de gris perla y, nube que lo manchara, ni una sola. Apenas hacía frío. El invierno lo teníamos a punto de jubilarse, y la primavera aporreando su puerta para que la dejara entrar. Las farolas de la calle daban una luz que apenas servía para nada, pues la claridad del nuevo día se estaba imponiendo.

Mi destartalado utilitario arrancó a la séptima tentativa. Considerando lo achacoso que está, casi merecía un sobresaliente esta lenta reacción suya. Como es habitual los domingos a hora tan temprana, el tráfico era muy reducido todavía.  Es un placer para los ojos y el espíritu recorrer aunque sea  encajonado en el interior de un coche, el centro de esta Barcelona tan hermosa, histórica y dinámica.

Tomé el rumbo que más me convenía y que, en cosa de un cuarto de hora, me llevó a una carretera de segundo orden por la que circulé sin prisas asustando, con el asmático ruido del motor y mi patética voz imitando a José Carreras en la canción Granada, a las inocentes avecillas cantoras que buscaban su almuerzo entre los árboles y arbustos cercanos a la oscura cinta de asfalto.

Me había arrancado de la cama a hora tan temprana la obligación moral de visitar a mis progenitores que viven en Rubí, donde poseen una pequeña casa de campo con huerta y media docena de árboles frutales.

Aunque ni matándome se lo confesaría a mis padres, esta obligación moral que mantengo con ellos, cada vez me cuesta más cumplirla. Y es que a medida que sumo años me crece el desarraigo y prefiero hacer, con mi tiempo libre, montones de cosas antes que pasarlo con ellos. Y me remuerde la conciencia porque ellos gozan muchísimo con mi compañía y me quieren a morir.

Por la ventana medio bajada se colaba un aire fresquito, enriquecido con los agradables olores que soltaban las florecillas silvestres. Yo absorbía con fruición ese aire perfumado, limpiando mis pulmones de la intoxicación urbana.

Acababa de romperme el pecho con las dos últimas sílabas con que termina la canción que yo destrozaba, cuando descubrí a unos doscientos metros de distancia, aparcado junto a la cuneta, un flamante Ferrari rojo y junto al mismo una chica rubia haciéndome señas para que me detuviera. ¡Vamos, de película!

Sin dudarlo un segundo me salí de la calzada, detuve mi cacharro unos pocos metros delante del deportivo, bajé y me dirigí hacia ella. Le calculé veintidós o veintitrés años. Era guapa con ganas. El elegante vestido color celeste y la chaqueta de visón plateado que llevaba puestos, añadidos al lujoso automóvil, indicaban con meridiana claridad que pertenecía al grupo humano contrario al que tiene dificultades para que los euros le lleguen  hasta final de mes.

-Hola. ¿Qué puedo hacer por ti? -saludé, exhibiendo la mejor sonrisa de mi repertorio.

Antes de responderme, sus ojos azules me examinaron entre altivos y desconfiados.

-He pinchado una rueda y no sé poner la de recambio. ¿Puedes hacerlo tú por mí? Te pagaré por ello -manifestó, mandona.

Su altanera actitud me predispuso de inmediato en su contra. Tuve la frase: <<Vete a la mierda>>, revolcándose sobre la salivosa punta de mi lengua, pero al final no la solté.

-Hay garajes de servicio las veinticuatro horas, ¿lo sabes? -sugerí, antipático también.

-Anoche me robaron el bolso, y llevaba dentro mi móvil. Y además hoy es domingo -enojándose conmigo-. Si no quieres ayudarme, márchate. Otro encontraré que lo haga.

Su actitud demostraba que no era persona acostumbrada a pedir nada por favor, y sí habituada a mandar y ser obedecida.

-Has tenido suerte de dar con un buen samaritano, tía. Dime dónde tienes las herramientas y la rueda de recambio.

Ella abrió el maletero. Mientras me hacía con los bártulos pensé que si le habían robado el bolso debía tener menos dinero que un nudista. Antes de iniciar la tarea, me quité la chaqueta y, entregándosela, le recomendé:

-Cuídala bien. No tengo otra. Y si aparezco delante de mis padres con ella sucia podrían desheredarme, por guarro y desaseado.

Dibujó su tentadora boca un mohín desdeñoso. Si pretendía caerme antipática, no podía estarlo haciendo mejor.

El gato automático elevó el vehículo a la altura que me convenía. Gracias a una revista de mecánica leída cierta mañana mientras reparaban mi utilitario en el taller de José Guerrero, no tuve problemas a la hora de aflojar los tornillos de la rueda, los cuales funcionan de manera diferente a la de los automóviles de menor cilindrada, y no digamos coste.

Cuando tuve el neumático chungo quitado, le eché otra buena ojeada a la pija que, desentendida de mí, contemplaba el paisaje. Admiré su figura. Sus piernas y su culo eran de primera. Pensé que ni el vestido de alta costura ni las pieles que vestía eran las apropiadas para una matutina excursión campestre, por lo que era de suponer que debía venir de alguna fiesta que había durado toda la noche. Buen observador, como requiere mi profesión de investigador privado, ya había notado que el aliento le olía a alcohol. No estaba borracha, sin embargo. Asentaba con firmeza los pies en el suelo. De pronto me di cuenta de que mantenía mi chaqueta colgada de su dedo índice, a tanta distancia de ella, que me indignó.

-Oye, tranquila, tía, que lo único que puede contagiarte mi chaqueta es humildad, algo que creo que te hace buena falta.

Ella, sin volverse, masculló algo por lo bajo, que muy bien pudo ser una insolencia. Sentí en el bajo vientre un pellizco de ira proletaria.

-¡Ricachona de mierda! -mascullé, reanudando mi tarea.

Me llevó unos diez minutos cambiarle la rueda. Mientras me quitaba con el antebrazo el sudor de la frente, me volví hacia ella. Había ocultado sus ojos detrás de unas gafas de cristales oscuros. Y de pronto descubrí algo que me disparó la indignación. La prenda dejada por mí a su cargo, se hallaba ahora toda arrugada encima del capó de su bólido cubierto de polvo.

-¿Ha sido excesivo esfuerzo para ti sostener mi americana unos pocos minutos, tía floja? -le espeté, furioso.

Torció su boca una mueca de desprecio, que a mí me sentó tan mal como un escupitajo. Me acordé repentinamente de Tanaka y sus continuas recomendaciones de conservar siempre la calma, y realicé varias inspiraciones profundas, al tiempo que devolvía las herramientas y la rueda averiada a su sitio, y limpiaba bien mis manos sucias con un paño que allí encontré.

-Bueno, listo -anuncié recogiendo mi chaqueta y quitándole el polvo adherido, antes de ponérmela-. Ha sido menos difícil que descifrar un jeroglífico sin la ayuda de la piedra de Rosetta y sin tener ni puñetera idea de egiptología -exhibí cultura con la petulancia que ella me inspiraba-. Me gustaría conocer tu nombre. El mío es Javi Madriles.

-Marina -dijo como a la fuerza-. Dime cuánto te debo y la dirección donde puedo mandarte el dinero.

-Estás acostumbrada a pagar por todo aquello que hacen por ti, ¿verdad, engreída?

-La gente como tú, todo lo hace por dinero, ¿no? -apuntó, despectiva, echando hacia atrás su espléndida melena.

Reparé en la pulsera de zafiros que rodeaba su muñeca y me retorció las entrañas la consideración de que debía valer más dinero del que yo conseguiré ahorrar a lo largo de toda mi vida, si no cambio por otra más lucrativa, la ruinosa y vocacional profesión que ejerzo.

Su arrogante actitud despertó la ira del troglodita que llevo dentro.

-No todo se hace por dinero, tía pija. Yo te he ayudado para cobrármelo a mi manera. En asunto de favores, el que pone precio es quien los hace.

La sorpresa, por lo general, suele favorecer al que sabe emplearla. Cogí a aquella altiva mujer firmemente por los hombros y la atraje hacia mí. La barrera de sus dientes le cerró el paso a mi lengua. Pero cuando mi pecho se apretó más contra el suyo y aplastó sus pezones, su boca respondió a la mía. Me las prometí muy felices. Mis manos cubrieron la totalidad de sus palpitantes senos. Pero sólo pudieron disfrutar la dureza y morbidez de los mismos un par de segundos, que fue justo el tiempo que ella tardó en despegarse de mí y arrearme tan tremenda bofetada que, por unos instantes, creo que se me aflojaron los dientes del carrillo izquierdo y mis ojos sufrieron la indecisión de si saltar fuera de sus órbitas o permanecer donde habían estado siempre. Reaccioné con violencia también. Agarré la muñeca de la mano que me había golpeado y la apreté con fuerza hasta arrancarle a su dueña un gemido de dolor y un insultó:

-¡Suelta, bestia inmunda! ¡Me haces daño!

-No me gusta que las mujeres me peguen. Mis instintos cavernícolas se rebelan. No vuelvas a hacerlo más -le advertí.

Consiguió asustarla mi amenazadora actitud.

-Suéltame o gritaré con todas mis fuerzas -avisó, rabiosa, pero asustada también.

El tráfico iba aumentando y despertábamos la curiosidad de los conductores de los vehículos que pasaban cerca de nosotros.

Reflexioné.  Yo había trasgredido una frontera y el bofetón, por mucho que me doliera y enojara, me lo había ganado. La dejé libre.

-Lástima que hayamos estropeado lo que pudo haber sido un feliz encuentro -dije, mordaz.

Ella no replicó. Seguían sacudiéndola el coraje y la indignación. Agitó con fiereza su blonda melena. Realizó un rápido y enérgico giro corporal; dio dos zancadas y se metió dentro de su vehículo. El poderoso motor del Ferrari rugió. Pero en lugar de meter la primera, lo que ella hizo fue poner la marcha atrás, pisar a fondo el acelerador y dirigir la trasera de su automóvil hacia la parte delantera de mi utilitario, chocar contra la misma con enorme violencia, y,  antes de darme tiempo a reaccionar, sus chirriantes ruedas lanzaron sobre mí una auténtica granizada de tierra y guijarros para, a continuación, salir el coche disparado como un cohete hacia la carretera.

-¡Cabrona! -le grité airado.

Inútil habría sido por mi parte intentar seguirla con la porquería de utilitario que tengo. Memoricé el número de la matrícula del suyo, y después examiné los daños causados a mi vehículo por la colisión.  El morro tenía una parte hundida, un faro destrozado y varias manchas rojas que en nada embellecían su viejo y sucio plateado.

Probé a ponerlo en marcha y, como si su mecanismo quisiera burlarse de mí, sonó el motor hasta menos cascado de lo habitual. Lo dejé al ralentí y, por el móvil, llamé a la comisaría. El comisario Alvarado no se hallaba presente. Su segundo en el mando me informó que debía formular mi denuncia a un tal Lozano que era quien dirigía la Jefatura de Tráfico.