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CORNUDOS
Arriba, cielo sombrío, amenazador, con pocos claros entre las negras nubes para que asomaran las titilantes estrellas. Sin luna visible. Abajo, un barrio marginal. Escaso tráfico en sus calles estrechas, llenas de baches y suciedad. Aceras en mal estado, sucias también. Olor a pobreza flotando en el aire inmóvil, denso. Farolas rotas, apagadas por indigestión de piedras lanzadas por críos aburridos, encanallados. Oscuridad siniestra ocultando los edificios feos, deteriorados, míseros. Temperatura ambiente: templada.
De pronto surgen dos cegadores haces de luz provenientes de un vehículo surgido al principio de la calle abren sendos túneles lechosos y rescatan de las sombras el escenario lúgubre, solitario, peligroso.
Gracias a esta repentina claridad el hombre que camina cabizbajo, con las manos metidas en los bolsillos de su mugrienta gabardina, descubre a otro hombre sentado en el escalón de una puerta cerrada. Antes de que el coche se aleje y con él la visibilidad, el hombre de la gabardina ha tenido tiempo de ver que el hombre sentado está llorando. Y más que su silencioso llanto le impresiona la tristísima, la desesperada expresión que muestra su cadavérico rostro. Se le despierta un súbito sentimiento de lástima y deteniéndose delante de él le pregunta, amistoso:
—¿Por qué llora, amigo?
Ha de esperar media docena de sollozos para que el preguntado responda con voz ronca, entrecortada:
—Mi mujer me ha echado de casa.
—¡Vaya! ¿Y por qué le ha echado de casa?
—Para que mi presencia no les moleste a ella y a su amante mientras me ponen los cuernos.
—¡Eso es imperdonable! ¡Los muy cerdos! —indignadísimo su oyente—. ¿Y qué piensa hacer al respecto?
Su interlocutor deja escapar un suspiro que encierra, a la vez, sufrimiento y resignación, para acto seguido responder avergonzado:
—Nada… Esperar a que ese tipo asqueroso se largue, para regresar yo a la casa. Afortunadamente los cuernos no matan.
Recibe del hombre que se ha interesado por él, una mirada de profundo desprecio y una trágica sentencia:
—A los hombres de verdad, sí los matan los cuernos.
El hombre de la gabardina mugrienta reanuda su camino. Demasiado cobarde el desgraciado individuo dejado atrás. No mereció que le prestase su pistola para que se suicidase como va a hacer él, por el mismo motivo que desespera al otro, pero no lo hará antes de haberse cargado a la infiel y a su maldito amante.
La oscuridad se lo traga y el llorón desesperado deja de escuchar sus pasos. Libera un hondo suspiro, seca sus lágrimas y sus mocos en la manga de su chaqueta ensuciándola un poco más, y vence su cuerpo hacía adelante abatido por el peso de su desdicha. Seguirá vivo, sin dignidad, sin amor propio y dolorosamente humillado.
Del manto celeste se cae una estrella. El cornudo resignado no la ha visto. Ha perdido la oportunidad de pedirle un deseo.

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