UNA MUJER ESPECTACULAR (MICRORRELATO)

 

UNA MUJER ESPECTACULAR

         Marisa es tan extraordinariamente hermosa que cuando sale a la calle, la gente se para embelesada, a contemplarla, el trafico se detiene, los pájaros (incluidos los que son mudos) la dedican su mejores trinos, los semáforos se apresuran a mostrarle su luz verde para tener el gusto de verla caminar, voluptuosa, por el paso de cebra; los albañiles se caen de los andamios, los ancianos experimentan el inesperado milagro de una erección, el vendedor de chucherías no ve a los raterillos que le roban el género aprovechando que quedó fascinado, obnubilado observándola; el sol le hace agujeros a las nubes para poder sonreírle, y yo, por no mirar por donde iba, la primera vez que fije mis incrédulos ojos en ella, le doble el tamaño a mis narices por no reparar en la farola que se interpuso en mi camino.

        Un día, armándome de valor, la intercepté el paso y la dije hincándome de rodillas y poniendo el alma entera en cada palabra que salía de mis arrebatados labios:

       —Si tú quisieras, reina maravillosa, me convertiría en tu esclavo absoluto. Viviría solo para servirte.

       Ella esbozo una sonrisa encantadora y, sin apenas pensárselo, complació mi petición:

       —De acuerdo, hombre servicial, serás mi esclavo de ahora en adelante.

       Y desde entonces que cocino para ella, lavo su ropa, cuido de su sedoso pelo, hago la compra, limpio la casa, le coso los vestidos, le remiendo las medias, le lustro los zapatos, le corto las uñas (de pies y manos) y le sirvo de puf cuando tiene sus pies cansados.

        ¿Y todo esto a cambio de qué? Pues a cambio de que me deje compartir su cama y gozar de sus divinos encantos. Y con ello yo me siento abusivamente pagado.

        Que se abstengan de criticarme todos aquellos que no se han enamorado alguna vez de una mujer, porque no saben, en su ignorancia, lo que serían capaces de hacer por ella.

        —Me voy. Me está llamando. Ya sé por qué; me olvidé esta mañana de ir a recoger un traje suyo que llevé ayer a la tintorería. ¡Voy corriendo, mi amor! ¡No me regañes porque me pongo muy triste y me da por llorar!

         Y corro a servirla, porque en servirla encuentro yo mi felicidad suprema.