VIAJANDO POR BULGARIA (VIAJES)

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VIAJANDO POR BULGARIA

En mi segundo viaje a Bulgaria, me alojé, igual que en mi viaje anterior, en casas particulares. Es la mejor manera de conocer lo que piensa, siente y conoce la gente sencilla, la gente de la calle, lo cual casi siempre resulta una experiencia enriquecedora y, en muchas ocasiones, entrañable.

Una de estas experiencias, que puedo calificar de entrañable, fue la estancia de dos días en el hogar de un matrimonio búlgaro de mediana edad, sin hijos, que me trataron más como a un amigo que como a un huésped. Se llamaban Natieska y Dimitar. Tenían muy buen carácter los dos. A ella, la mujer, la escuché cantar en la cocina y su canto me sonó a una mezcla de canción flamenca y canción marroquí, muy agradable al oído.

Yo llegué a su casa por la recomendación que me hizo el empleado de una gasolinera a quién pregunté dónde podría yo alojarme por un par de noches.

Este matrimonio, muy humilde, como podía apreciarse en el sencillo y viejo mobiliario de su hogar, vivía principalmente de los productos que conseguía cultivar en la pequeña huerta que poseía.

Dimitar había trabajado en Alemania durante un par de años y pudimos entendernos bastante bien los dos en este idioma, que yo también domino.  Con Natieska, su mujer, nos entendíamos por medio de sonrisas y mucha mímica todo lo cual encerraba incertidumbre, misterio y también encanto.

Al día siguiente de haber dormido en un cuartito pequeño, sin decoración ninguna, en una cama dura, que son las que a mí me gustan, resultó que era festivo y los dos esposos habían decidido permanecer en casa. Mientras desayunábamos café con un bollo de pan y un yogurt (que en Bulgaria los hacen riquísimo), les dije que pensaba visitar el monasterio Rial y tendría mucho gusto en llevarles allí con mi coche alquilado, si ello les apetecía. Aceptaron enseguida pues, a pesar de tenerlo muy cerca, hacía la tira de años que no lo visitaban.

Y emprendimos el viaje, Natieska sentada en el asiento de atrás y Dimitar, su marido, a mi lado en la parte delantera del automóvil. Intencionadamente, pues una de mis grandes curiosidades es conocer las supersticiones más arraigadas en los países que visito, le pedí a Dimitar que me contara algunas de las supersticiones más populares de su país.

Para no alargarme mucho, hablaré únicamente de la que más llamó mi atención, entre las varias que Dimitar tuvo la amabilidad de contarme, y que es la siguiente: Muchas familias búlgaras toman la precaución, cuando nace un niño, de no permitir que nadie lo vea, a él o a su madre durante un periodo de cuarenta días, para así evitar que nadie pueda echarle mal de ojo. Pasada esta cuarentena la madre de la criatura invita a todos sus familiares, cercanos o lejanos, y amigos a su casa a comer una gran hogaza de pan redondo para desear, comiendo de ella, salud al bebé. Este pan no se corta, sino que se arranca a pedazos con los dedos y uno de estos pedazos se coloca en lo alto de un armario para que el bebé crezca sano. Y ponen también miel en la mesa para que su vida sea dulce. Y una tradición muy arraigada entre ellos es una que llaman prochtapoulnik y que consiste, a partir del momento en que el bebé comienza a caminar, en reunir a los familiares en la casa, poner sobre una mesa diferentes objetos: un martillo, un destornillador, una pluma, unas tijeras, dinero, etc. Y esperan a que el pequeño se acerque él solo al lugar donde se ha dejado todo esto y, el objeto que el niño coja, será su oficio o profesión futura.

Quedé encantado con su explicación, y en esto llegamos al Monasterio de Rila (Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde el año 1983). Es el mayor y más renombrado de todos los monasterios búlgaros y el lugar más emblemático de Bulgaria, y por lo tanto de visita obligada. El monasterio de Rila está situado a 1.150 metros de altura, aislado en un estrecho valle y rodeado de montañas boscosas. Fue fundado en el siglo X por el venerado eremita Iván Rilski  (que más tarde proclamaron santo de la Iglesia cristiana ortodoxa). La mayoría de sus edificios fueron construidos en los siglos XIII y XIV, llegando a ser durante algún tiempo un poderoso centro feudal. Tras saqueos, incendios y el abandono durante el dominio otomano, a principios del s. XIX el monasterio resurgió en todo su antiguo esplendor. Tiene una estructura circular, con dos entradas. Cuenta con una plaza central empedrada donde están la Torre de Hrelyu (la única parte que queda de lo construido siete siglos atrás), hecha de piedra y con una altura de 23 metros, y la espectacular y maravillosa Iglesia de la Natividad, con tres grandes cúpulas. Esta iglesia alberga un sofisticado iconostasio, creado por artistas de la región de Pirin, y en sus paredes exteriores encontramos algunas de las pinturas más bonitas de la tradición cristiana oriental (un destacado ejemplo son las del celebrado y hábil maestro búlgaro Zahari Zograf, que nació en 1810 en Samokov). Alrededor de esa plaza se encuentran los edificios que albergan la zona residencial del monasterio, los cuales tienen una altura de 4 pisos y contienen 400 celdas para los monjes y huéspedes, cuatro capillas, un museo (conserva tesoros del arte sacro búlgaro, donde lo más destacado es la Cruz de Rila) y una espectacular cocina, donde destacan por su tamaño una enorme chimenea (con una altura de 23 metros) y unos descomunales calderos que permitían preparar comida para miles de peregrinos. Y no me extiendo más, porque maravillas como ésta son más para verse que para contarse.

Comimos en un restaurante cercano un plato exquisito llamado Kavarma (compuesto  de carne de pollo asado en cacerola de arcilla, condimentado con cebolla, ajedrea, pimiento y sal).

La comida fue invitación mía y me abrumaron las grandes muestras de agradecimiento que me mostraron Natieska y Dimitar.

Al día siguiente, sabedores por boca mía de que soy aficionado a escribir cosas curiosas, me llevaron al entierro de un conocido suyo donde todos me dijeron consideraban un honor que yo, un extranjero, asistiera al sepelio. Me sorprendió ver que mantenían el ataúd abierto durante el oficio religioso. El muerto era un hombre mayor muy delgado. Debo confesar que su rostro cerúleo y cadavérico, impresionaba. Finalizado el entierro, la familia se reunió en la casa (una casa muy humilde y muy limpia) y allí comimos trigo hervido con azúcar que es lo habitual en este tipo de luctuosas reuniones. Varias personas lloraban, pero lo hacían de una forma moderada, sin exagerados gritos de dolor, aspavientos y escandalosos sollozos. Me contó Dimitar que los funerales para el fallecido se celebrarían cuarenta días después de la defunción, pues según ellos estiman el espíritu del extinto permanece ese periodo de tiempo vagando alrededor de sus deudos y después marcha al cielo (no parecían considerar la posibilidad de que alguien fuera al infierno).

Al día siguiente, tal como tenía planeado, decidí continuar mi camino. Tuve que pelearme con  Natieska y Dimitar, porque a pesar de lo pobres que eran me habían entregado su amistad y no les parecía bien cobrarme. Al final conseguí que aceptaran mi dinero. Cualquiera que nos hubiera visto durante esta negociación habría pensado que estábamos representando una comedia bufa, pues para decir sí, los búlgaros mueven la cabeza de un lado a otro (todo lo contrario que nosotros) y para decir no, la mueven de arriba abajo (todo lo contrario que nosotros).

Valga este escrito como testimonio de que sigo acordándome con muchísimo cariño de Natieska y Dimitar.

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