LAS COSAS VALEN TANTO COMO SOMOS CAPACES DE AMARLAS (MICRORRELATO)

Pueblo

(Copyright Andrés Fornells)

 Corraleja era un lindo pueblecito de montaña. Una mal cuidada carretera de tierra, polvorienta en la sequía y embarrada en época lluviosa, lo unía a una asfaltada autovía.  Componían este municipio unas cincuenta casas desparramadas sin orden ni concierto. El sol se espejeaba en sus paredes blanqueadas con cal. En sus tejados de tejas viejas y cansadas verdeaba el musgo.  Por la parte sur de Corraleja culebreaba un riachuelo que casi desaparecía en verano y se convertía en modestamente caudaloso cuando la primavera derretía las nieves apiladas en la accidentada sierra y las convertía en agua.
La gente de este pueblo que poseía un pedazo de tierra de cultivo, comía hasta de sobra; la gente de este pueblo que carecía de ella, pasaba hasta hambre.
Había un colegio y un maestro para todos sus niños. El maestro se llamaba don Hilario. Era viejo y sabía más por viejo, que por maestro. Lo que enseñaba, unos querían aprenderlo y otros preferían ignorarlo. La ignorancia es libre y descansada, el conocimiento cuesta esfuerzo adquirirlo.
A don Hilario le respetábamos poco. No pedía silencio y moderación, y nosotros alborotábamos, cometíamos numerosas travesuras como tiranos cosas a la cabeza o echar a volar avioncitos de papel.
Sin embargo, aunque no le respetáramos como merecía, a don Hilario le queríamos todos. Le queríamos por su figura achacosa, por su patética manera de arrastrar los pies y por sus cansados y melancólicos ojos. Y le queríamos sobre todo y principalmente, por su mirada. Una mirada bondadosa que cuando la posaba sobre nosotros expresaba una mezcla de lástima y afecto.
De las muchas cosas sabias que le escuché, una especialmente quedó grabada de un modo indeleble en mi mente: “Queridos chiquillos, las cosas valen tanto como somos capaces de amarlas”.
Mis padres tuvieron que emigrar pues, aunque uno llega a acostumbrase a todo, llega a cansarse de  convivir con la miseria.
Me ha caído encima una montaña de despiadados calendarios. Nunca más volví a ese lindo, añorado pueblecito que me vio nacer. Ni tampoco volveré. Y no volveré porque la dureza de la vida me ha enseñado que casi todas las cosas hermosas que guarda nuestra memoria, el tiempo con su cuel desgaste y las gentes, con sus desmedida codicia te las transforman, afean,  estropean y hasta destruyen. Pero ese entrañable lugar de mi infancia seguirá vivo dentro de mí tanto tiempo como yo exista, porque todo cuanto amamos de niños se nos convierte en imperecedero, en  inmortal  a medida que sumamos años y la añoranza se nos hace crónica

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