UN REY MUY GUARRO (MICRORRELATO)

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(Copyright Andrés Fornells)

Es notorio y bien sabido que las personas que nos rodean durante nuestra niñez influyen muy decisivamente en nuestra vida. Mi adorable abuela Rosa nació en un pueblecito agrícola de menos de mil habitantes y fue una de las pocas mujeres de su época, en ese municipio, que sabía leer y escribir. Ávida de conocimientos, leía todo cuanto escrito caía en sus manos consiguiendo con ello adquirir una notable sapiencia que me maravilló y embelesó muy especialmente durante mi infancia.
—Nene, ¿sabes quién fue el rey más guarro de todos los tiempos? —me desafió un día mientras en la cocina de casa, sentados ambos a una mesa vieja y bailona desgranábamos guisantes
—No, abuela. ¡Dime! —respondí con la risa burbujeándome ya en la garganta.
—Pues fue un rey francés, Enrique IV. Ese hombre no se lavaba nunca y olía siempre peor que un tejón muerto. No se lavaba nunca porque él decía que la limpieza le perjudicaba la salud. Cuentan que, la noche de su boda, cuando se quitó la ropa, su esposa estuvo a punto de morir asfixiada del pestazo que echaba su cuerpo desnudo.
Después de mi explosión de hilaridad le pregunté:
—Abuela, ¿si yo dejo de lavarme puedo llegar a ser rey?
Mi ingenuidad la divirtió, y a mí me divirtió su respuesta:
—No, nene, tú no puedes ser rey porque tú no tienes sangre azul. Lo has visto cuando te has hecho algún cortecito.
—¿Y puede ser malo no tener sangre azul, abuela? —nunca se me agotaban las preguntas.
—No, nene. Lo verdaderamente malo es tener la sangre azul. La sangre buena es la nuestra: la roja.
Mi abuela Rosa, evidentemente, no era monárquica. Ella era muy buena cristiana y no aceptaba más rey que el de los cielos.

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