TRAVESURAS DE UN NIÑO EL DÍA DE LOS SANTOS INOCENTES (MICRORRELATO)

  • (Copyright Andrés Fornells)
    Era un pueblo sembrado de casitas blancas en el que destacaban las construcciones de la Casa Consistorial y de la iglesia católica con su campanario ojival y su campana rota y desafinada. El primero de estos dos importantes edificios era gobernado por un alcalde pomposo y politizado, y, el segundo lo regía un cura que alardeaba de creer en lo que no creía. Los dos eran de buen yantar y lo demostraban, con gordura, sus regalados cuerpos.
    Este pueblo, al igual que ocurre con la mayoría de ellos, estaba habitado por adultos y por niños. De los adultos nos ocuparemos otro día. Entre los niños destacaba, por sus travesuras, Luisito Pérez.
    Por ser hoy Día de los Santos Inocentes, relataré sólo una de las varias diabluras que Luisito Pérez realizó en una fecha igual a la presente.
    Luisito Pérez cogió dos cartones blancos y con la ayuda de unas tijeras sacadas del cajón de costura de su madre recortó dos monigotes a los que añadió sendos anzuelos. Tomasa Perdigones, la madre de Luisito Pérez, contrariando las ideas ateas de su marido, cumplía semanalmente con la asistencia a misa, la correspondiente confesión, y, a la fuerza, había inculcado a su hijo las mismas creencias que ella profesaba.
    Luisito Pérez salió a la calle y con sigilo, acompañado de astucia y temeridad, clavó uno de los monigotes en la espalda del alcalde, cuando éste regañaba a las palomas que se cagaban en el ostentoso y alto letrero de la alcaldía. El otro muñeco, Luisito lo clavó en la espalda del cura que, fingiendo estar leyendo su breviario perseguía con ojos lujuriosos la voluptuosa figura de Encarnita, la chica más hermosa del municipio.
    Los contrarios al partido político que pertenecía el alcalde se estuvieron tronchando de risa al verle con el monigote colgado a su espalda. Y los ateos, como el mismo padre del chiquillo travieso, se desternillaron de risa viendo el monigote en la espalda del sacerdote condenador de pecadores.
    Como ya mencioné que Lusito Pérez practicaba la religión que le imponía su piadosa madre, convencido el chiquillo de que había cometido un pecado gordo con la burla de los monigotes, en su próximo visita al confesionario confesó al eclesiástico la broma que le había gastado.
    Éste, furioso con él, salió del mueble dentro del que, muy cómodamente sentado se enteraba de cuanto pecado se cometía en el pueblo, cogió una de las orejas de Luisito Pérez y se la retorció tan fuerte que, al niño le duraron el dolor, el moratón y el llanto una semana entera.
    Luisito Pérez, tomando en consideración el severo castigo recibido, dejó de creer en que los curas podían perdonar pecados, porque el de su pueblo no le había perdonado el suyo.
    Luis Pérez, su padre, pregonaba en la taberna, con vaso de vino en mano y palillo juguetón en su boca:
    —Por descreídos, los sirvientes del Señor se van quedando sin creyentes.
  • Pasados algunos años, para gozo de su madre, Luisito Perez consiguió ganar la alcaldía de su pueblo, compró una campana nueva para la iglesia y se hizo fotos, sonriendo, con el cura que le había deformado la oreja, acudió a la santa misa todos los domingos, y mató a disgustos a su ateo padre.

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