LA VOZ (MICRORRELATO)

(Copyright Andrés Fornells)
Alejandro y Rocío se habían casado por amor. Ambos trabajaban. Su categoría laboral era la de obreros de una gran multinacional, una de esas enormes empresas en las que quienes la hacen prosperar no conocen ni a los dirigentes principales ni a los accionistas que se enriquecen con su esfuerzo diario, mientras ellos, a cambio de ese esfuerzo obtenían un sueldo que les alcanzaba, controlando cada céntimo, para ir subsistiendo ellos y los dos hijos pequeños que tenían.
Cierta mañana, Alejandro cruzaba un paso de peatones cuando un individuo que conducía borracho no frenó a tiempo y lo atropelló. Las consecuencias de este acto criminal fueron, para el borracho que pertenecía a una familia acaudalada, solo la alta minuta de los abogados que consiguieron burlar la ley y alegar que el accidente lo había causado Alejandro cruzando la calle sin mirar.
El pobre Alejandro quedó en coma. Los especialistas que lo examinaron no dieron esperanzas de que se recobrase. Sus probabilidades eran muy escasas. Lo más probable sería que terminase, desgraciadamente, traspasando la barrera que separa la vida de la muerte.
Transcurrieron varios meses y Alejandro continuaba en el mismo estado de inconciencia con los ojos cerrados y absolutamente inmóvil. Su mujer y sus niños, cuando podían, los fines de semana, lo visitaban en su habitación del hospital y, con todo el cariño que le tenían permanecían un tiempo con él y le hablaban con la esperanza de que él recobrase el conocimiento y la vida, pero nada de esto sucedía.
María, la madre de Alejandro vivía a más de cinco mil kilómetros de la ciudad donde tenía a su hijo postrado en una cama de hospital. Lloraba a menudo y exponía su deseo de verlo antes de que muriese el único hijo que de su matrimonio había tenido. Compadecidos de ella, algunos amigos que la querían fueron juntando, poco a poco, dinero para que ella pudiese desplazarse al país donde su hijo podía morir en cualquier momento. Eran gente muy humilde y tardaron algo más de un año en reunir el dinero que a ella le costaría el viaje de ida y vuelta.
Y por fin María pudo emprender el viaje que preveía el más amargo de toda su vida: ver al hijo que ella había criado sano, fuerte y feliz, inmóvil como un muerto.
Cansada por muchas horas de vuelo, llegó finalmente al centro hospitalario a una hora en que su nuera y sus nietos se hallaban, la primera en el trabajo, y los segundos en el colegio.
Cuando explicó en la recepción quién era y el motivo que la había traído hasta allí, aunque no era horario de visita la dejaron entrar en el cuarto de su hijo. La mujer, nada más verle tan demacrado y cadavérico, sin signo alguno de vida, soltó su pequeña maleta en el suelo, acercó una silla al lecho de Alejandro, le cogió una mano y se la llevó a los labios y la llenó de besos igual que había hecho cuando él era un niño indefenso que dependía totalmente de ella. Junto con los besos cayeron sobre la mano del hombre las lágrimas de dolor suyas. Espero ella a recuperarse un poco de la infinita tristeza que la había dejado sin fuerzas, para finalmente balbucir en un hilo de voz, con esa infinita ternura que únicamente una buena y amorosa madre puede poseer, una sola palabra:
—Hijo…
Transcurrieron unos segundos y, de pronto, los párpados del hombre postrado comenzaron a parpadear tan débilmente que apenas fue perceptible. Luego esos párpados terminaron abriéndose del todo, su mirada se fijo en la mirada de la mujer que lo contemplaba con un brillo de esperanza en sus ojos cansados y anegados en llanto y logró murmurar:
—Madre…
Los médicos dirían que la voz de aquella mujer había sido milagrosa, pues a partir del momento de escucharla Alejandro comenzó una rápida recuperación.

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