LA JOVEN DEL PARAGUAS CON MARIPOSAS (MICRORRELATO)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Copyright Andrés Fornells)
Pronto haría dos años que Santiago y Virginia se habían conocido en aquel café durante una noche de intensa lluvia. Entre ambos surgió una inmediata, irresistible atracción, un amor indestructible. Esa clase de amor especial que solo se manifiesta entre personas marcadas, favorablemente, por el destino. Santiago y Virginia vivieron, durante unos pocos días, una pasión devastadora. Se amaron como solo pueden amar, una única vez en la vida, los seres especialmente afortunados.
Ella le confesó, con infinita tristeza, la última noche que pasaron juntos, que tenía dada su promesa de matrimonio a un joven maravilloso al que no quería ni podía destrozar el corazón faltando a su compromiso.
—Y no te importa, para evitar destrozar el corazón de ese joven destrozar el corazón mío —se quejó Santiago, transido de dolor, entre sollozos.
—No sufras, por favor —suplicó Virginia llorando también—. Me mata verte tan abatido. Hablaré con él. Hablaré con mi prometido. Si renuncia a mí, volveré a nuestro bar un sábado noche, con lluvia, llevando en mi mano este paraguas de las mariposas que a ti tanto te gusta.
Santiago, otra noche más, llegó al café donde Virginia y él se conocieron interminables meses atrás. Llovía intensamente. Santiago iba con el cuello de su gabardina subido y cubierta la cabeza con su viejo sombrero Sinatra. Colocó éste encima de una mesa vacía desde la que tenía una perfecta visión de cualquier persona que llegase de la calle. Su esperanza sobrevivía, aunque cada día más debilitada, desgastada por el inexorable, descorazonador paso del tiempo.
Iba Santiago por el segundo brandy cuando entró en el local un hombre desconocido. El alma se le encogió al descubrir que el recién llegado llevaba en su mano un paraguas femenino con mariposas estampadas. Se puso inmediatamente de pie. Temblaba todo su cuerpo sacudido por el agorero ventarrón de la fatalidad. El recién llegado se fijó en su persona y caminó directo hacia él. Mostraba un rostro notablemente demacrado y unos ojos tristísimos, enrojecidos, húmedos. Se detuvo al llegar a su mesa, le dirigió una mirada compasiva y, con voz quebradiza le comunicó:
—Virginia me pidió viniera a verte.
—¡Virginia ha muerto! —Santiago soltando un gemido de dolor.
Los dos hombres se abrazaron compartiendo la misma desdicha, tal como había sido el último deseo de la adorable mujer que ambos habían amado con toda su alma.
Fuera del establecimiento, se intensificó la lluvia como si un ser sobrenatural quisiera manifestar, para ellos, con esta súbita alteración, su invisible presencia.

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