LA RÁFAGA DE VIENTO (MICRORRELATO)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Es muy  perjudicial la falsa amistad. Lorena la sufría por parte de su amiga Gertrudis. Gertrudis aparentaba quererla cuando, en verdad la aborrecía. Motivos para aborrecerla solo la vileza encerrada  dentro de su nada generoso corazón.
Ni Gertrudis ni Lorena eran dos bellezas, sin embargo, la primera tenía, en cuestión de hombres, más éxito que la segunda, aunque sus romances tuvieran corta duración. Esta ventaja en su relación con varones, servían a la envifdiosa Gertrudis para aconejarla mal:
—Lorena, deberías vestir con mayor descaro. Mostrar, mayor parte de lo que ocultas de tu persona. Acortar los vestidos para dejarlos varios centímetros por encima de las rodillas, aunque las tienes bastante feas. Y desabrocharte un par de botones más de la blusa para hacer visible el canalito de tus senos que, con un buen sujetador con trampa, podrías conseguir parecieran menos diminutos de lo que son.
—Te agradezco tu buena intención, querida Gertrudis, pero yo no sirvo para provocar a los hombres. Me daría muchísima vergüenza hacer esas cosas que me aconsejas por mi bien. Si alguna vez aparece alguien en mi vida, quiero que me quiera tal como soy.
—¡Tal como eres! Eres una mojigata, y las mojigatas no son el tipo de mujeres que gustan a los hombres. Te vas a quedar para vestir santos. Te lo garantizo —desdeñó Gertrudis.
Cierta tarde, al salir Lorena de una tienda donde acababa de comprar una corbata que pensaba reglarle a su padre en su cercano cumpleaños, una ráfaga de viento impúdico le levantó la falda dejando al descubierto no solo la totalidad de sus largas piernas sino también la inmaculada prenda que llevaba al final de ellas.
La pobre joven pasó la vergüenza más grande de toda su vida. Desesperada, roja de vergüenza, con ambas manos se bajó la falda, buscando a continuación refugio en un portal. En su tribulación la bolsita donde llevaba el regalo adquirido para su padre se le cayó. Un hombre que presenció su bochorno y su demostración de recato le gustó tanto su actitud que, recogiendo del suelo lo que a Lorena se le había caído, se lo trajo a donde ella permanecía toda apurada y, tras decirle su nombre, Alberto, la invitó a tomar una tila.
—Le calmará los nervios y atemperará su agitación —recomendó muy amable.
Lorena, turbada a más no poder, aceptó. El desconocido resultó ser un arquitecto que se estaba construyendo su propia casa. Un día Alberto llevó a Lorena a ver su vivienda y, después de haber dicho ella que le gustaba muchísimo, le propuso compartirla con él, y ella respondió, que encantada.
Todavía el día de hoy, viendo a su amiga feliz con su enamorado arquitecto, dice Gertrudis, rabiando de envidia, a quienes se toman la molestia de escucharla:
—¡Todas las tontas tienen suerte! Y Cuanto más feas son las tontas, mayor es su suerte.

Read more