UNO NO PUEDE HACER LO QUE LE APETECE Y CUANDO LO HACE… (MICRORRELATO)

(Copyright Andrés Fornells)
No era la primera vez en la que yo me levantaba con una agobiante, crónica sensación de aburrimiento. Mi vida era una continuada rutina. Nunca me ocurría nada emocionante. Nada extraordinario. Me vestí, con desgana, la misma ropa que había llevado el día anterior. Me lavé los dientes en el lavabo del cuarto de baño. Presté disgustada atención a mi rostro. Me vi patéticamente feo. Murmuré, resignado:
—Con esta cara no es de extrañar que ligue menos que un payaso de escayola.
Decidí no afeitarme. La barba de dos días, casi me favorecía algo. Me peiné, y, una vez peinado, me despeiné para adquirir cierto aire de descuido que en nada me perjudicaba.
Finalmente abandoné mi apartamentito sin barrer ni pasarle la fregona otro día más, aunque la solería lo necesitaba desesperadamente. El desinterés con la limpieza es una de las cosas que diferencian notoriamente a algunos varones, de algunas hembras.
En el ascensor coincidí con mi vecina Asunta. Asunta iba deliciosamente maquillada y emanaba de su persona un perfume embriagador. Se me fue la vista a su boca pintada de un rabioso color rojo. Y me vino de inmediato el irresistible deseo de besarla. La educación respetuosa y represiva que me inculcaron desde la niñez me dijo al oído: “No puedes hacer eso, sería una trasgresión”. La tentación latente en mí con mayor fuerza esa mañana, que en otras anteriores, me dijo a los dos oídos: “No es aceptable para una buena salud mental pasarse la vida entera sin hacer ninguna de las numerosas cosas que uno desea hacer con toda su alma”.
Total, que me incliné hacia Asunta y la besé en la cálida, pulposa, jugosa boca con todas mis ganas. Su reacción fue la temida por mí y la que todos los reprimidos de esto mundo desean que sea, y aplauden: Asunta me dio una terrible bofetada que por un momento me aflojó todos los dientes y obligó a mi cerebro a dar un arriesgado salto mortal. Y escuché, como si fueran truenos, sus insultos:
—¡Sinvergüenza! ¡Desvergonzado! ¡Nunca perdonaré este violador atrevimiento tuyo!
El ascensor se detuvo en la primera planta. Asunta salió como un cohete, por la velocidad, y como una traca por el furioso taconeo de sus zapatos.
Aturdido, con la mejilla bien caliente, dolorida e hinchándose por momentos, también yo abandoné ese artilugio que sube y baja cuando cumple con su obligación de funcionar.
El aturdimiento me duró todo el día. Mi cerebro empezó a funcionar un poco, al mediodía, después de haberme comido unos espaguetis boloñesa en una tasca regida por un italiano del Rincón de la Serena, en que reconoció mi mente que había pagado un precio, incluso barato, por el besazo tan placentero que le había dado a Asunta.
A las nueve de la noche me hallaba tumbado en el sofá, aburriéndome con la aburrida televisión, después de haber cenado un bocadillo de queso con mortadela, cuando sonó el timbre de la puerta.
—¿Quién coñazos será ahora? —murmuré por lo bajo, malhumorado.
Abrí la puerta y me llevé una inesperada sorpresa. Asunta, con un favorecedor vestido floreado cubriendo su bien proporcionado cuerpo, oliendo toda ella a paraíso sensual y con sus labios pintados de un rojo más tentador que nunca, me dijo mostrando una expresión genuinamente compungida: