UN TESTAMENTO CON TRAMPA (MICRORRELATO)

 

 

 

 

 

 

 

 

  • (Copyright Andrés Fornells)
    El conde Rodolfo Solanas había llevado la clase de vida disipada y hedonista característica de este tipo de encumbrados individuos que, gracias a fabulosos patrimonios recibidos han dedicado toda su vida al vicio y al despilfarro. Tanto exceso realizado a lo largo de su vida le pasó factura pues  murió a la temprana edad de cincuenta y dos años en su lujoso y antiguo palacio rodeado de media docena de mujeres hermosas y bien pagadas, que le acompañaron hasta que dio su último, lujurioso suspiro.
    Un albacea sesentón, de corta estatura, cuerpo orondo, rostro rubicundo y peinado a lo Puigdemont, llamó a los cuatro sobrinos del finado. El conde Rodolfo Solanas, a pesar de haber practicado abusivamente el fornicio, no había dejado fruto conocido alguno de tan placentero y continuado ejercicio. 
    Ninguno de los sobrinos esperaba que el despilfarrador conde Rosendo Solanas hubiese dejado dinero alguno, pero confiaban en heredar el suntuoso palacio y el terreno que lo rodeaba, así como su contenido y sacar una fortuna vendiéndolo todo.
    Los sobrinos se llamaban: Melchor, Gaspar, Baltasar y Serafín al que, los tres primeros consideraban tonto de baba por la beatífica sonrisa que mantenía todo el tiempo y porque en sus inocentones ojos no se apreciaba brillase ni una sola chispa de astucia, de inteligencia ni de codicia.
    El notario abrió un cofrecito dentro del que estaba el testamento y comenzó a leer:
    “Yo, el honorable conde Rodolfo Solana de Mayorcore, Sotomediano, Vallerraso, Altorradiales y Roscaprieta, anuncio la primera parte de mi testamento: Dejo en herencia a mis sobrinos lo que tengo en la media docena de bancos con los que he trabajado todo el tiempo. Y lo que tengo en esos bancos es nada, ni una perra chica. Y en cuanto a mi magnífico palacio les dejó una hipoteca que asciende a cincuenta millones, que es bastante más del precio que la valoraron. ¡Ja, ja, ja! Los sobrinos que me odien, este es el momento de marcharse y maldecirme.
    Melchor, Gaspar y Baltasar se levantaron furiosísimos y abandonaron el despacho del albacea gritando contra el crápula malgastador de su tío los insultos mayores que han inventado los hombres más soeces del planeta.
    Serafín, sin perder su beatífica actitud, les despidió agitando un pañuelo al que habría favorecido muchísimo haberlo metido dentro de una lavadora varias horas y varias veces.
    El notario moviendo desaprobadoramente la cabeza continuó leyendo:
    —Parte segunda y última de mi testamento. Si algún sobrino mío sigue estando presente después de leída la primera parte de mi testamento, heredará mi espléndido palacio del que pagué, antes de morirme, la hipoteca y también cuanta deuda más tenía contraída, pues quería presentarme delante de San Pedro, libre de deudas. ¡Si ha quedado alguno de mis sobrinos hasta el final de la lectra de mi testamento, que disfrute de lo que queda mío, tanto como lo disfruté yo! Y si le gustan las mujeres le dejó también una lista de las casas de placer donde suelen tener a las más hermosas y más cariñosas.
    Con manos temblorosas, Fidel recogió las escrituras de propiedad del palacio de los condes de Solanos y también la lista de lugares donde moraban las mujeres que recomendaba el difunto. Serafín era un joven cándido y agradecido que jamás había despreciado regalo alguno que le habían hecho.
    —Le dedicaré una santa misa a mi generoso tío Rosendo por si puede servirle de algo allí donde esté —decidió bien intencionado—. Luego veré qué  tal son esos sitios que mi generoso tío me recomienda.
  • El notario, que sabía mucho de huerfanos de padres que nunca han reconocido a sus hijos nacidos del pecado, comentó siguiendo con la vista al feliz heredero;
  • –De tal palo, tal astilla.

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