UN NIÑO, SU PADRE, UNA MARIPOSA Y UN TIGRE (MICRORRELATO)

En la jungla, la temperatura más agradable del día se disfrutaba recién estrenada la mañana. El sol justo comenzaba a elevarse y no había eliminado todavía el frescor húmedo de la larga noche.
Un niño caminaba sin prisa alguna por el estrecho sendero que le iba alejando del bungalow donde vivía con sus padres, de cuya vigilancia acababa de escapar.  Los cándidos ojos del pequeño recorrían todo cuanto tenían a su alcance ansiando descubrir algo nuevo, extraordinario, que lo maravillase. Vestía una alegre camiseta en la que se mezclaban varios colores, unos pantalones cortos, de camuflaje, y calzaba botas.  Sus calcetines caídos formando pliegues como los de un acordeón cerrado. Los primeros rayos solares, atravesando el follaje, le manchaban por completo de oro y caoba.
El niño descubrió de pronto la presencia de una mariposa. Una sonrisa ilusionada entreabrió sus labios infantiles. La mariposa era muy grande y poseía los colores más brillantes y bonitos que él había visto jamás en una de ellas. Le entró el deseo de cogerla y enseñársela a su padre que, al igual que él, admiraba las cosas que eran bonitas.
Estaba a punto de apresarla, aprovechando que el multicolor lepidóptero se detuvo sobre la ramita de un arbusto con florecillas azules, cuando le sobresaltó una especie de gruñido cercano. Quedó inmóvil, todos sus sentidos agudizados al máximo.
Su padre le había avisado, infinidad de veces, de los numerosos peligros existentes fuera de la vivienda suya. Y esa mañana él no había hecho caso de sus continuas advertencias y se había alejado solo por la jungla. La mirada del niño buscó al causante de aquel inquietante ruido y, de pronto descubrió la presencia de un tigre enorme, aterrador, el primero que él veía tan de cerca. Tragó saliva y, con voz trémula le preguntó:
—¿Por qué gruñes y me asustas poniendo esa cara tan fiera?
—Es la cara que pongo cuando me dispongo a devorar a un niño tierno y que huele tan bien como tú —respondió el felino relamiéndose de gusto el hocico por el banquete que se disponía a disfrutar.
El niño, que no había sobrepasado todavía el periodo de la inocencia, quiso saber:
—¿Por qué quieres devorarme? Yo no te he hecho nada, ni tampoco se me ocurriría hacértelo y, desde luego en absoluto tendría intención de comerte.
—Quiero comerte porque está en mi naturaleza hacerlo.
—Y en la naturaleza mía está evitarlo —entristecido el niño porque aquel bello animal le obligaba a realizar algo que no quería, y que fue gritar con todas sus fuerzas—: ¡Papá, socorro!
Casi inmediatamente se escucharon dos disparos seguidos y, tras un rugido de agonía, el magnífico felino cayó muerto.
El niño, observando el enorme cadáver del animal derramó un par de lágrimas de pena porque en la naturaleza de quién acababa de salvar su vida estaba la de matar en el caso de considerarlo preciso. Aquel chiquillo nunca se libraría de un sentimiento de culpabilidad pues, de no haber cometido él la imprudencia de desobedecer las advertencias que le habían hecho sus padres, aquel magnifico ejemplar de tigre habría seguido vivo muchos años.

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