ELLA DOMINABA LA SEDUCCIÓN (MICRORRELATO)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Irma descubrió, siendo muy niña todavía, que usando el encanto, la zalamería y la seducción lograba que la gente la quisiera, que la gente se sometiera a sus deseos y también a sus caprichos. Entendió, admirada, que la seducción era un arte que permitía a quienes lo dominaban alcanzar metas totalmente inalcanzables para las personas que desconocían el arte de la seducción o, conociéndolo, no lo empleaban en su beneficio.
Irma aprendió este arte observando, estudiando, copiando de las mujeres seductoras todos sus mejores gestos y movimientos. Y así se hizo con una irresistible colección de graciosos mohínes, intrigantes fruncimientos de cejas, de labios, parpadeos fascinantes, miradas de admiración, de asombro, de embeleso. Y, muy especialmente, empleaba con extraordinaria maestría la sonrisa. Tenía los labios bonitos y también los dientes y cuando a una deliciosa sonrisa le añadía  ella su brillante y hermosa mirada, conquistaba plenamente a la persona que se la dedicaba y que era generalmente un hombre que había despertado su interés por poseer muchos bienes terrenales.
Su arte alcanzó tan alto grado de perfección que la mayoría de aquellos con quienes lo empleaba se rendían a sus infalibles encantos.
Inma logró conquistar a un multimillonario que colmó todos sus deseos y caprichos, menos el mayormente deseado por ella, convertirle en su marido pues estaba ya casado con una mujer riquísima de la que, en modo alguno estaba él dispuesto a divorciarse.
Aparte de este contratiempo, de esta relativa frustración, Inma era todo lo feliz que las cosas materiales pueden hacer a una chica ambiciosa, amante del lujo y de todo cuanto éste conlleva: Ropas elegantes, restaurantes caros, joyas, viajes, y una lujosa vivienda.
Un día encargó por teléfono a una empresa especializada en la instalación de toldos vinieran a colocar uno en la piscina de su chalé. Se trataba de una empresa pequeña en la que su dueño, un hombre joven, hacía de todo: de chofer, de contable, de vendedor y de instalador.
Nada más verse, este joven empresario y la hermosa mantenida, se reconocieron. Habían asistido al mismo Instituto y, durante una temporada, salido juntos al cine, de copas y de discotecas. Comenzaron a hablar y a recordar los viejos tiempos. Él confesó que nunca la había olvidado y mirándola con una sinceridad a la que ella no estaba acostumbrada, le dijo:
—Cuando decidiste que no saldríamos más juntos, que yo ya no te interesaba, lloré. Lloré por ti durante mucho tiempo. Y todavía, a pesar del mucho tiempo transcurrido, cuando recuerdo lo feliz que fui contigo, se me saltan las lágrimas de nuevo.
Inma le registró la mirada y se estremeció. Jamás los ojos de ninguno de los hombres que había conocido últimamente brillaban con un amor tan puro, sincero y desesperado como el que reflejaban los ojos de este atractivo joven.
—Sigues enamorado de mí —apreció ella.
—Locamente enamorado —reconoció él.
Inma había adquirido una filosofía de la vida, fría y calculadora. Y a partir de aquel día tuvo dos amantes: uno que le procuraba todos los lujos que deseaba, y otro que le daba todo el cariño que necesitaba. Mucha gente consideraba que Inma era una persona inmoral. A Inma le resbalaban este tipo de juicios, pues se consideraba una mujer práctica y feliz por estar realizando lo mismo que realizan tantos varones, y se decía orgullosa de su proceder:
—No es justo. Mientras que los hombres concupiscentes son admirados, por serlo, a una mujer, por hacer lo mismo que hacen ellos, se la crítica y vilipendia. Bueno, a mí que me critiquen lo que quieran. Yo defiendo la igualdad de los sexos. Y creo que hago requetebién.

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