LOCURAS JUVENILES: ALICIA VINO A VERME ACOMPAÑADA DE SU MAMÁ (MICRORRELATO)

gorda para firmas (8)[2] - copia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Copyright Andrés Fornells)

Alicia era una chica bonita sin más, aunque ella, por ser muy vanidosa creía ser algo del otro mundo. Un amigo mío había organizado un baile de disfraces dentro de una nave industrial perteneciente a su padre, y, por uno de esos caprichos con que a menudo me sorprendía por aquel entonces mi desequilibrada mente juvenil, pensé en llevar a Alicia a esa fiesta. Me la imaginé con un pareo cortito y una flor prendida del pelo, y este supuesto me excitó
El estanco, al que mi padre me había enviado a comprarle tabaco, quedaba cerca de la casa de ella y me llegué hasta allí. Me abrió la puerta su hermano chico con los pantalones medio caídos maldiciéndome porque le había interrumpido lo que estaba haciendo en el cuarto de baño. Al informarme él de que su hermana no estaba, le dejé el recado de que me urgía hablar con ella.
Alicia, demostrándome que era tan fantasiosa como su homónima del famoso cuento infantil, no sé qué debió imaginarse sobre mi urgencia de hablarle, el caso es que se presentó en mi casa acompañada de su mamá, una señora de ciento treinta kilos encerrados dentro de un alegre y opresor vestido floreado. Tanto ella como su hija mostraban una expresión grave en sus rostros.
—Venimos a que nos expliques por qué te urge hablar con mi hija —dijo aquella oronda señora en tono que interpreté como acusador.
Sufrí tal golpe de indignación ante su insensata actitud que, perdiendo mi comedimiento y sensatez habituales le dije a la ceñuda madre de Alicia:
—Me alegra muchísimo que haya venido usted acompañada de su hija, porque lo que tengo que decirle a usted va a necesitar muy especialmente la aprobación de ella. Señora, ¿quiere usted casarse conmigo y convertirme en el padrastro de su hija?
Alicia se quedó hecha un pasmarote mudo. La boca le llegaba a la barbilla y, los ojos por muy poco no se le salieron de sus estuches. Su señora madre, tras un instante de evidente desconcierto, me dio un repaso visual, debió pensar que yo no era desaprovechable del todo, pues me dijo como si lo lamentará:
—Joven, para poder casarse conmigo tendría yo que enviudar antes, y eso es poco probable pues mi marido goza de una salud de hierro.
—Oh, yo creía que era usted viuda —manifesté como si no supiera todo lo contrario—. Disculpen mi error. Lamento lo dicho. Que Dios les permita conservar a ambas, muchos años, la salud y la hermosura —añadí acompañándolas hasta la puerta y, tras abrirla, ellas se fueron sin protestar, totalmente desorientadas.
Cuando se me pasó el ataque de risa, invité al baile de disfraces a Lena, mi desvergonzada vecina del cuarto “B” que, además de ser más guapa que Alicia y que su madre juntas, me dejaba recorrer con ambas manos ansiosas las notables voluptuosidades de su cuerpo y me permitía, además, besarla con lengua, que no era poca cosa en el barrio recatado y religioso donde nosotros vivíamos entonces.

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