DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO III PÁGINAS 36 Y 37) -ACTUALIDAD-

gorgojándome la risa en la garganta, pues Gori consigue siempre despertar mi buen humor.
—¡Qué tontería! A las caries los aleja uno con el poder de la mente. El poder de la mente es como el universo: infinito —remedó a Aristóteles—. Mientras estás disfrutando cosas dulces tienes que decirles a esos terribles enemigos de nuestros dientes: “Yo, para no hacerte daño, te acaricio con la lengua, así que tú no me produzcas caries. No te lo perdonaría jamás. Ya lo sabes”. Y funciona al cien por cien.
—Anda, psicodélico, abróchate el cinturón que vamos a despegar inmediatamente, no vaya a ocurrírsele a algún probo agente multarme por estacionamiento indebido.
—¡Prosaico!
—Así me gusta, que seas aplicado —viendo que seguía mi prudente indicación.
Me uní, cuando pude, al denso tráfico que padecen las zonas más céntricas de la Ciudad Condal.
—¡Prosaico! Eso nos decía don Agustín en clase cuan-do, por un milagro de la naturaleza cerebral tenías la respuesta correcta para una pregunta suya. “Así me gusta, que seas aplicado, muchacho”. Hay que ver, Diego, lo poco que yo estudiaba y las notas tan buenas que sacaba —juntando las manos graciosamente divertido.
—¡Pues claro que sacabas buenas notas, canalla! Sabías camelarte a los profes, mejor que nadie. “Si, don Agustín, lo que usted ordene. Es un placer y un privilegio estudiar con usted, don Alexandre” —marcadamente irónico.
—Porque yo era muy educado y respetuoso, y los de-más erais todos unos bordes escandalosos y soeces.
Rompimos a reír. Siempre ha existido muy buen rollo entre ambos.
—¿Quieres un bombón o no, Diego? —insistió.
—Sí, pero no de los tuyos. Quiero un bombón con bue-na proa, excitante popa y en muy buen estado el otro complemento indispensable.
Estaba pensando en Pasión.
—Es lamentable tu primitivismo. Diego, nunca conseguirás, por mucho que te esfuerces, ser tan refinado y distinguido como yo.
Le concedí la razón. Saqué de la guantera la ilustración recibida del señor Canales y se la entregué contándole el caso que tenía entre manos.
—¿Quién cometió el sacrilegio de vestir a esta tía tan buenorra? —dijo luego de concederle una rápida mirada y devolverla al sitio de donde yo la había cogido.
—El tío feísimo que me ha encargado encontrarla.
—No se la busques, Diego —me aconsejó—. Ese tío reprimido querrá convertirla en monja o algo peor.
—No me queda más remedio que intentarlo, Gori. Tengo más trampas que un trampero canadiense y nadie quiere prestarme una máquina para imprimir los billetes que necesito.
—Es un asco ser pobre —sentenció dejando de insistir.
—Cambiando de tema, ¿qué dice Águeda del asesinato del juez?
—Le ha dado mucha pena, pero no le ha sorprendido. El juez Torres se había hecho muchos enemigos. Más de uno se la tenía jurada.

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