SOY DE LOS QUE LLORAN EN LAS BODAS (Caricatura provocadora)

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SOY DE LOS QUE LLORAN EN LA BODAS

       Soy de los que lloran en las bodas. Y mucho. Lloro en las bodas porque me recuerdan la mía. Y es que son tan bellas, conmovedoras y emotivas las palabras que el señor cura dirige a los contrayentes (casi siempre hermosísima e ilusionada la novia, casi siempre sobreexcitado y asustado el novio) llegado el momento, para mí, supremo de la ceremonia.

       El sacerdote invita a la pareja a que declaren su consentimiento, con estas palabras:

       —Como es su sagrada intención entrar en el matrimonio, unan sus manos derechas, y declaren su consentimiento ante Dios y ante la Iglesia. 

        Ellos, los contrayentes, unen sus manos temblorosas.

        El novio dice con voz poco firme y bastante timorata: 

       —Yo, Antoñito Perales te tomo a ti, María Manzano, como mi esposa. Prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. Amarte y respetarte todos los días de mi vida. 

        La novia dice a continuación con voz dulce y aterciopelada:

        —Yo, María Manzano, te tomo a ti, Antoñito Perales, como mi esposo. Prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. Amarte y respetarte todos los días de mi vida.

        Entonces, el eclesiástico oficiante les dice a los recién esposados que pueden besarse, cuando en los tiempos que corremos lo más acertado sería decirles que salgan flechados a por una cama y que se refocilen en ella hasta quedar hechos unos zorros.

        Pero bueno, esto es lo que hay, y a ello me remito.

        Sí, sí y sí, soy de los que lloran en las bodas, pero no lloro sólo por esta bonita escena que acabo de describir. Lloro por lo que les ocurre a muchos matrimonios después de transcurrido algún tiempo de convivencia (corto o largo, depende de muchos factores en los que no entraré para no alargarme y deprimir a los amables lectores).

       Y ocurre que el esposo se cansa de su mujer. Y la esposa se cansa de su marido. Y los dos, mutuamente decepcionados y compartiendo un aburrimiento mortal, caen por las pendientes de la tentación que les llevan, también mutuamente, a adornarle cada uno la frente al otro.

       Y si añadido a lo anterior van muy mal en lo económico y se las ven y desean para llegar a final de mes sin pasar hambre ni aumentar las muchas trampas ya acumuladas, vienen las desavenencias, los insultos, las recriminaciones y el desamor.

       —No tenemos dinero ni para llegar a final de mes y tú, desgraciado de mierda, te has comprado un teléfono móvil nuevo.

        —No tenemos para comer y tú, malgastadora de mierda, te has comprado un vestido nuevo.

        Aquí empieza el matrimonio a fallar en lo de ser mutuamente fieles en lo próspero y en lo adverso. Y por las noches, para aumentar ingresos, él echa horas haciendo de puto, y ella haciendo de lo mismo pero cambiando la última vocal “o” por “a”.

         Las cosas van de mal en peor y como han dejado de amarse y respetarse todos los días de su vida, entienden que lo mejor que ambos pueden hacer es divorciarse. Y entonces tienen que ahorrar porque la Iglesia les castiga económicamente por haber roto su consentimiento ante Dios y ante la iglesia, dos cosas consideradas de suma gravedad religiosa.

        Total, que más de uno de los que lea este crudo y revelador escrito mío terminará soltero el resto de su vida y al igual que yo: llorando en las bodas porque pensará en lo dramática y tristemente que acaban tantas de ellas.  

 

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