ANIVERSARIO DE LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA

ANIVERSARIO DE LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA

Cuando yo era un crío de moco a medio colgar, pelo desorientado y ojos dispuestos a doblar su tamaño a la primera cosa sorprendente que me dijeran, miraba a la luna con admiración y cierto temor por el gran número de caras que podía mostrar -algunas de ellas rematadamente feas-, mientras con el paso de los días se iba acercando a su cara llena y resplandeciente, o a su cara tan tiznada, que más que cara era máscara sin cara. Joder, esto me ha salido algo complicado, ¿verdad? Paciencia: los ladrillos no dan leche.

De la luna, me contaron a tan temprana edad, que podía convertir a los hombres en lobos, o en lunáticos, hacía subir y bajar las mareas, causaba tsunamis, etc.etc. Pero lo que a mí me maravillaba de la luna era lo que me contaba mi abuela Rosario, y era que la luna estaba habitada por unos enanitos extraterrestres de color amarillo limón que nos observaban todo el tiempo mientras construían una escalera lo suficientemente larga para bajar a vernos de más cerca y contarnos historias sobre su lejano planeta que tenía un nombre tan raro que ningún humano era capaz de pronunciarlo. Estos enanitos alienígenas tenían ojos curvados parecidos a los plátanos de canarias, bocas como donuts azules, eran más anchos que altos y tenían diez dedos en cada mano para poder rascarse con más facilidad la ingente cantidad de piojos que sus cabezotas se habían traído dentro de ellas.

A medida que fui enriqueciendo mi habla y mi entendimiento supe que los despistados estaban en la luna, los novios en la luna de miel, los fracasados a la luna de Valencia y escuché a mi abuela Rosario cantar con su voz aflamencada que la luna podía ser lunera y cascabelera, etc.etc.

Pero un funesto 20 de julio de hace cuarenta años, una nave espacial norteamericana llamada «Eagle» fue a parar a la luna y se acabó el misterio y el romanticismo lunero. Allí no había nada, ni una simple margarita que traerse de regreso a la Tierra para las novias que esperaban, temerosas, no volver a ver a los intrépidos  Nail  Armostrong y Edwin Aldrin -que menuda mala pasado nos gastaron a los que tanto nos habían encantado los mil misterios que rodeaban a nuestro girador satélite.

Mucha gente, más allá de la admiración que le despertó esta extraordinaria hazaña de los astronautas, quedó decepcionada. Me cuento yo entre ellos, pues me quedé sin los maravillosos, extraños y simpáticos extraterrestres con los que tanto me había ilusionado mi entrañable abuela Rosario, y que yo tan bien había llegado a dibujar para deleite de los míos que vieron en mí a un futuro Picasso.

Crecí creyendo que el alunizaje era una de las peores desilusiones que yo podía llevarme en la vida, hasta que llegaron al gobierno de nuestro país unas ministras empeñadas en cambiar todo aquello que a ellas les parecía injusto. Y desde la llegada de ellas -que también podrían ser ellos- vivo la zozobra de que la luna pase a ser el luno, el hombre la hombra, la mujer el mujero y que yo no soy más un ser humano sino una maceta que sólo sirve para pagar impuestos y pertenecer a cualquier sexo menos al mío propio.

¿Qué se ha hecho de aquellos misterios míos de la infancia, de las maravillas que me habían dicho que encerraba el mundo, y sobre todo que le pasa al lenguaje que en lugar de su principio de ser creado para que nos entendiéramos las personas, cada vez nos entendemos menos? ¿Entiende alguien lo que trato de explicar aquí? Si la respuesta es negativa, diré lo que mi entrañable abuela Rosario cuando se sentía perdida:

-¡Ay, que Dios nos coja confesados!

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