LAS SABIDURÍAS DE MI ABUELO SILVINO


—Esta noche voy a cazar un grillo ahí en los jardines de la placita, Andrés.

—¿Y para qué quieres tú un grillo, abuelo?

—Le haré una jaulita, lo colocaremos ahí en el balcón, y nos servirá de termómetro.

—Pero qué dices, abuelo, ¿has perdido la chaveta? —manifesté dirigiéndole una mirada guasona.

—Sin faltar, niño, que la ignorancia no es ningún mérito —me advirtió, severo—. Para que lo sepas, los grillos sirven para conocer gracias a sus vocecitas* la temperatura que hace.

Solté una carcajada, convencido de que este adorable anciano que, tanta paciencia y ternura derrochó sobre mi insignificante persona, estaba de broma.

—¿Qué ocurre, abuelo? ¿Qué tú le preguntas a un grillo la temperatura que hace, y el grillo de contesta con unos cricrí que tú entiendes?

El desaprobó mi incredulidad, con un grave movimiento de cabeza.

—¡Ay, nieto, que tú no tienes más conocimientos que los que sacas de los libros! —lamentó—. Escucha, niño, que te estoy hablando muy en serio. Tengo comprobado que partiendo de la base de que setenta chirridos de grillo por minuto equivalen a quince grados de temperatura, pues a cada siete chirridos más se añade un grado y, a cada quince menos, se quita uno. ¿Te ha quedado claro?

—¿Y eso funciona, abuelo? —incrédulo y desconcertado.

—¡Es infalible!

—¿Y tú cómo sabes tanto de grillos, abuelo?

—Porque de chico me gustaron muchísimo los bichos. No tenía ni tres años cuando cogí una serpiente, cerca de casa, y corrí hacia mi madre que se encontraba lavando ropa en el fregadero que teníamos en el patio, gritándole que había encontrado un palo que se movía. A la pobre casi la dio un infarto.

—Y a cualquiera no.

Quizás porque ya desde mi desorientada infancia las matemáticas nunca se me dieron bien, lo cierto es que nunca conseguí medir la temperatura por el sistema infalible de mi abuelo. Aunque también pudiera ser porque el ruidito ese machacón que ejecutan los grillos me ha atacado siempre los nervios y, cuando estoy nervioso, se me da mal contar.

Quizás mi abuelo ignoraba —igual que yo por aquel entonces—, que estos insectos no tienen vocecita, sino que el ruido característico suyo lo produce el macho al frotar el relieve acanalado que tiene en la parte inferior de una de sus alas delanteras contra el borde afilado de la otra.

Añado a todo lo anterior, que yo amaba muchísimo a mi abuelo Silvino y que le seguiré echando de menos mientras yo viva, que es lo que la gente de bien hacemos con las personas que hemos amado.