MI ENTRAÑABLE ABUELA (último fragmento)

 

           Llegamos a la herboristería de la plaza Mayor. Mil olores diferentes nos marearon el olfato. Entre las cuatro personas que aguardaban ser despachadas se encontraba, acompañado de su flatulenta madre, el Tomasón, un compañero de clase con el que me llevaba peor que regular desde que él me ganó dos pelea seguidas que tuvimos durante el recreo en el patio del cole. Inmediatamente una idea malvada anidó en mi cabeza.

         —Mira que grano más grande me ha salido aquí, Tomasón —dije por mi abultado bolsillo.

         Él, que era más bruto que el asesino de Julio César, de un violento manotazo me descosió la mitad del bolsillo y, poniendo cara de listo, manifestó:

         —No es un grano, embustero. Es una manzana. Y muy manzana muy grande y colorada. Debe estar de buena.

          Nadie está libre, en un momento dado, de ser dominado por el espíritu de la mal- dad. Por lo que yo había aprendido de algunos cuentos leídos, salen siempre perjudicados de las manzanas malignas quienes se las comen. Así que, sintiéndome a la vez, serpiente del Paraíso y madrastra malvada, ofrecí tentador:  

           —Si la quieres, te la doy.

     —¿Por qué no quieres comértela tú? —pregunto él, suspicaz ante tan notoria generosidad por mi parte.

           Con mucha astucia saqué barriga y mentí con el mayor descaro:

          —Es que estoy que reviento, oye. Dos más grandes que ésta me he comido ya.

        Dio él otro  tirón salvaje  y  se quedó con la fruta dejándome a mí con el bolsillo colgando.

           —¡Jopa, qué rica está! —exclamó tras darle la primera y feroz dentellada.

        Viéndole comerla tan a gusto, pensé si no habría sido una estupidez por mi parte  habérsela dado. Cuando terminó la compra su madre, a él sólo le quedaba el corazón de la fruta.

         —Adiós, tonto del culo —fue la despedida del muy desagradecido.

         El Tomasón no apareció por clase los tres días siguientes. Uno que vivía en su calle me contó que le había dado una cólico tan terrible que a punto había estado de echar la vida por las patas abajo. Sentí remordimientos y también alivio porque me había librado de una buena. 

         Mi abuela, tal como le había indicado la Nati, acuchilló al Maligno dentro de un plato con aceite y agua al tiempo que murmuraba una oración secreta.

         Ese año no tuvimos más contratiempos. A mi abuela se le apañó el pie hasta el punto de poder jugar al futbol conmigo en el patio de casa, mis progenitores y mi hermano Miguel encontraron trabajo, la huerta de mi abuelo se convirtió en un vergel, a Valentina se le apañó por completo el vientre, Linda tuvo unos cachorritos preciosos, a Retal, para asombro de todos volvió a crecerle el rabo arrancado por el salvaje Caníbal, y yo, más prodigioso todavía que todo lo anterior, saque sobresaliente en todas las asignaturas, incluida la de mate.

        —Abuela, ¿por qué tiras el líquido que acuchillas dentro del plato, siempre por en- cima del hombro izquierdo? —le pregunté curioso.

      —Es que por encima de ese hombro se nos arrima el Maligno cuando viene a tentarnos con cosas malas.

         Por culpa de mi idolatrada abuela Rosa, todavía en la actualidad, pasados un montón de años desde entonces, giro a veces la cabeza por encima del hombro izquierdo temiendo encontrarme con la feísima cara de ese cornudo enredador.

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