UN NIÑO VIO LLORAR A SU PADRE POR PRIMERA VEZ (RELATO)

UN NIÑO VIO LLORAR A SU PADRE POR PRIMERA VEZ (RELATO)

Pablito tenía nueve años. Era un niño inteligente, sensible y poseedor de una curiosidad insaciable. Admiraba a su padre más que a ninguna otra persona del mundo. Pablo, su padre, tenía casi siempre una respuesta para las innumerables preguntas que a él se le ocurrían, a cada momento, hacerle.

<<Papá, ¿por qué los aviones tan grades y pesados pueden volar? Papá, ¿para qué sirve la luna? Papa. ¿por qué los perros se huelen los unos a los otros el trasero?>>

Aquella tarde de Viernes Santo, Pablo mantenía a su hijo sentado sobre sus hombros para que, por encima de la multitud que los rodeaba en la amplia acera, pudiese ver el acontecimiento que justificaba estuviesen allí. Ambos sufrían la sensación de agobio que causan las grandes aglomeraciones de personas.

Por el centro de la amplia avenida circulaban, al ritmo de la música, la esplendorosa imagen bajo palio de la Virgen de los Desamparados acompañada de los costaleros que la llevaban, los penitentes vestidos con sus túnicas y sus capirotes creando todo esto un ambiente de recogimiento y solemnidad.

Pablo consideró una vez más la incongruente presencia tradicional de ese cucurucho en la cabeza de los penitentes que tiene su origen en una de las instituciones más siniestras de la historia de España: la inquisición española.

Mientras su hijo observaba todo esto con los ojos muy abiertos, brillantes de asombro y admiración, Pablo recordó también una de las cosas que, cuando siendo niño, él y su familia, seguían los dictados de la religión cristiana, como era la de no bañarse el Viernes Santo porque ese día, muerto Jesús, no hay quien bendiga el agua y ésta es considerada impura, lo cual convertía el acto de bañarse en algo sucio impropio de un día de luto tan señalado, ni comer carne, porque ese día Jesús entregó la suya propia.

De pronto, su hijo apretándole la cabeza con ambas manos para que le prestase atención, señaló a uno de los penitentes y le dijo mostrando asombro:

—¡Papá, mira! ¡Un hombre lleva una cruz enorme, igual que Jesucristo!

Su padre se fijó en el penitente que el chiquillo le señalaba, y un recuerdo lejano surgió, poderoso, en su mente. Se vio niño, en una procesión con ésta acompañado de su padre, igual que ahora él acompañaba a su hijo. Y recordó que él, desprendiéndose de la mano paterna que lo sujetaba, corrió a intentar ayudar al hombre que llevaba una cruz tan grande como aquella, y la gente le lanzaba gritos de protesta por meterse en terreno de la procesión, mientras otros le aplaudían durante el tiempo en que su padre, pidiendo disculpas, tardó en ir a por él y llevárselo de allí.

—Sí hijo, ese hombre pide perdón a Dios por sus pecados llevando esa cruz igual que Jesucristo llevó la cruz suya. Ya te expliqué una vez esa cruel y tristísima historia.

—Papá, ¿puedo ir a ayudarle un poquito, al pobre señor con la cruz?

A Pablo no le importó lo que alguna gente pudiera decir, pues los tiempos actuales, en materia de religión habían cambiado mucho. Su hijo acababa de tener el mismo deseo que él, de pequeño había tenido y esto lo maravillaba y hacía muy feliz.

—Vamos, pero ayúdale solo un poquito que eres muy pequeño y todavía no tienes mucha fuerza.

Pablo lo bajó de sus hombros, cogió de la mano a su pequeño, se abrió paso entre la multitud y cuando llegaron junto al penitente, Pablito se soltó de la mano de su padre y trató de ayudar al hombre cuyo rostro sudado y con una expresión de sufrimiento cambio inmediatamente por una mirada de reconocimiento y dijo al niño cuyas pequeñas manos trataban de levantar un poco su cruz de madera:

—Gracias, nene. Que Dios te lo pague.

El niño aguantó unos pocos minutos cogido al madero. En su honor sonaron algunas risas y también aplausos. Un buen número de las personas que estaban viendo la procesión fotografiaron al chiquillo y al esforzado penitente.

El hombre de la cruz, cuando le vio a Pablito jadeante y sin fuerzas le dijo:

—Gracias, corazón bondadoso por ayudarme. Gracias a ti he descansado un poco y ahora puedo llevar la cruz yo solo —Y a Pablo que se mantenía todo el tiempo al lado de Pablito le dijo con voz entrecortada—: Amigo, ojalá tuviera yo un hijo como el suyo.

Pablo, muy complacido, asintió enérgicamente con la cabeza. Se llevó a su hijo fuera de la calzada cuyo centro ocupaba la procesión. El chiquillo se dio cuenta de que chorros de lágrimas corrían por las mejillas de su padre y asombrado quiso saber:

—Papá, ¿por qué lloras?

—Lloro de alegría. De la inmensa alegría que me da tener un hijo tan estupendo como tú.

Una sonrisa de felicidad se extendió por el rostro infantil y en un gesto de ternura filial apoyó su pequeña cabeza en la cadera de su padre que, conmovido le acarició con infinito cariño el pelo.

(Copyright Andres Fornells)

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