EN UNA SEMANA, YO PASÉ DE LA BISOÑEZ A LA MADUREZ (RELATO)

EN UNA SEMANA, YO PASÉ DE LA BISOÑEZ A LA MADUREZ (RELATO)

Yo era muy joven entonces. Mi tío Arturo era director del hotel Albatros. Él y mi padre acordaron, supongo que con muy buena intención, que el tiempo que en verano estaba yo libre de mis estudios universitarios los emplease trabajando de camarero en el hotel que regía mi pariente. El primer día que me presenté allí, Sebastián, el maître, me enseñó lo más imprescindible: el lado por el que servían los platos nuevos al cliente, el lado por el que se retiraban los platos ya utilizados y como se iban amontonando en uno los restos de comida, para poder juntar varios de ellos antes de llevárselos al friegaplatos.

Sebastián, el maitre, y yo chocamos continuamente porque él era extremadamente minucioso, y yo nunca he sabido ser sumiso cuando no encuentro razón alguna para serlo.

—Los platos debe entregarlos más limpios al friegaplatos, no llenos de granos de arroz o con pedazos de pieles de pescado pegado en ellos. Tenemos que ser más considerados con nuestros compañeros.

No queriendo yo quedar mal con mi tío, guardaba silencio cuando moría de ganas de discutir con él. Pero ciertamente llegó a caerme tan mal aquel hombre, que cada día trabajaba yo más a disgusto con él.

Yo poseía por aquel entonces una motocicleta vieja que me había comprado con mis ahorros. Cuando salía de mi trabajo me montaba en ella y a menudo me hacía algunos kilómetros hasta alguna playa de las menos frecuentadas, tomaba un rato el sol y me bañaba.

En la oficina había una chica de más o menos mi edad, que me gustó nada más verla con su blusita azul abombada delante por dos senos que imaginé sedosos, turgente y sensibles, y una falda amarilla que dejaba al descubierto parte de unos bien torneados  muslos de aspecto alabastrino.

Una tarde cuando salí del garaje situado en los bajos del hotel la vi de pie a corta distancia de la puerta principal. Me detuve delante de ella y le dije:

—¿Quieres que te lleve? No tengo nada que hacer hasta mañana.

Ella atendió al WhatsApp  que acababa de recibir. Miró el mensaje torció con disgusto su boca merecedora de algunos miles de besos y dijo:

—Puedes llevarme hasta mi casa si me prometes que conducirás con mucho cuidado y respetando todas las normas de tráfico.

—Te lo prometo sobre la Biblia de mi honor.

Le hizo gracia mi sentencia, pues soltó una risita cristalina, seductora, adorable.

Si visualmente ella, desde cierta distancia me había parecido fascinante, de cerca la encontré rematadamente adorable.

Gocé lo indecible sintiendo sus manos agarrando mi cintura, el choque de sus pechos contra mi espalda, el roce de sus rodillas en mis muslos. Contagié la dicha mía a mi tronado vehículo de dos ruedas, cuyo cascado motor me sonó hasta musical.

Ella vivía en un bloque de pisos situada en un barrio nuevo. Detuve la moto para que se bajara.

—Oye, muchas gracias por el viaje —dijo agradecida.

—Ha sido un placer viajar contigo. Mañana, domingo, los que trabajáis en la oficina sois afortunados, pues tenéis el día libre. ¿Qué vas a hacer tú mañana?

Dudó un momento. Posiblemente, no quería decírmelo, pero mi amabilidad debió obligarla a ser ella amable también conmigo.

—Por la mañana iré a la Playa Bormujo. Por la tarde no sé qué haré. Adiós.

Se apartó de mí y echó a andar hacía la puerta del inmueble. Poseía una figura espectacular. No necesité tener un espejo delante para saber que mis ojos centelleaban de lujuria. Yo estaba dentro de esa edad en que lo sexual es más importante que el comer, el sacar buenas notas o incluso el futuro.

Yo libraba los lunes. Llamé inmediatamente al móvil de Agustín Ibáñez, un compañero de trabajo que nos hacíamos favores mutuamente.

—Oye, tío, tengo un asunto de vida o muerte. Trabaja por mí mañana y yo trabajaré por ti el día que me digas.

—¿El caso de vida o muerte lleva falda?

—Y posee un cuerpo para morir de places clavado en él.

—¿La conozco yo?

Me apresuré a mentir:

—No, ni la conocerás. Serías capaz de matarme para quitármela.

—Vale, cabronazo. Yo te suplo mañana y tú me suples el viernes a mí, que voy de carabina de mi hermana pequeña que va a salir con uno que estudia Derecho.

—Harás bien acompañando a tu hermana, que hay por ahí suelto mucho violador.

Cortamos la comunicación. Es curioso esto de excitarse por una piba, porque se te incrusta en el cerebro, piensas todo el tiempo en ella y te imaginas que te permite hacerle cosas que seguramente jamás te permitirá hacer.

Dormí mal, tuve que mentirle a mi madre, que quiso saber por qué iba a irme a la playa en vez de ir a trabajar.

—Le estoy haciendo un favor a un compañero de trabajo, que quiere librar el viernes y yo le haré el turno suyo de tarde-noche.

Se conformó con mi explicación y yo cogí mi moto y marché a la playa donde llegué alrededor de las diez. Aparqué y muy cerca del chiringuito Olasmansas estaba ella tendida en una toalla, su escultural cuerpo brillando por la crema protectora que si yo hubiese llegado más temprano, me reproché, parte de ella podía habérsela repartido yo por su cuerpo bronceado y escultural.

Llegué junto a ella. Tenía los ojos cerrados. ¡Dios de los cielos lo buena y sensual que estaba en biquini y con sus espléndidas piernas levemente entreabiertas! Los brazos pegados a los lados y sus redondos senos subiendo y descendiendo en su respiración. Extendí mi toalla junto a ella. No le dije nada. Decidí gozar viéndola sin tener que disimular.

De pronto ella abrió sus ojos, reparó en mi presencia y exclamó sorprendida:

—No sabía que tú también frecuentabas esta playa.

—El mundo es un pañuelo, dicen los mocosos —haciéndome el ingenioso.

Creí haber estado gracioso, pero ella no pareció entenderlo así, pues se mostraba muy seria. Esta actitud suya me cohibió en cierta medida. Y lo peor fue el medio giro que dio dándome la espalda. No quise interpretarlo como que no quería tratos conmigo.

—No tienes crema protectora en la espalda. ¿Quieres que te dé un poco? Con lo que calienta el sol se te quemará la piel.

—¿Tienes tú crema?

—No, olvidé traer.

Ella tenía un pequeño bolso de paja con cremallera dorada. Sacó un tubo de buen tamaño. Estaba por su mitad, me lo entregó y se sentó dándome la espalda y sujetándose con las manos las rodillas. Llené con cierta cantidad de crema tres dedos de mi mano derecha. Me coloqué de rodillas y acerqué mi nariz a su pelo sedoso, dorado, perfumado, y lo aspiré con fruición y pensé en lo que sería aspirar ese perfume por todo su cuerpo desnudo y en cierta parte de mi  anatomía el tejido comenzó a resultarme estrecho. Como tardaba en aplicarle crema, ella dijo:

—¿Tienes problemas con la rosca?

—No es que admiraba un lunar muy bonito que tienes en la espalda.

—Tienes alma de artista —se burló ella—. No encuentro que tengan nada de bonitos los lunares. Los hay cancerígenos. Tendré que ir al dermatólogo a que me lo vea.

—No tienes por qué ir a ninguno. Es un lunar pequeñísimo —lo arreglé por si ella iba al especialista y éste veía tan solo una diminuta peca y ella emitiese sobre mí el juicio de que yo era imbécil.

Fui extendiendo crema por su nuca, por sus hombros, por su espalda y bajé hasta las caderas, resistiendo la tentación de levantar la parte baja de su bikini y meter mis manos pecadoras en sus excitadoras, esféricas nalgas.

Notando ella que yo me estaba recreando, cortó la gozosa actividad mía.

—Ya está bien, que con tanta frotación lo que estás haciendo es quitándome crema en vez de ponerme.

Se dio la vuelta. Cogió la crema de mis manos. Miré su cara. Miré su boca y teniendo en cuenta la bofetada recibida por una compañera de instituto por haberla besado sin su consentimiento le dije:

—¿Puedo besar tu boca? Me atrae como un imán. Es la primera vez en mi vida que me ocurre algo tan extraordinario.

La sorpresa causada por mis palabras le aumentó el tamaño de sus bellos ojos color miel.

—Claro que no puedes besarme. Tengo novio. Y además tú no me gustas.

Pasé por alto su cruel comentario.

—No soy celoso. Y tampoco te preocupes porque pueda tu novio saberlo. Te juro por mi honor que no se lo diré.

—Eres un desvergonzado. No quiero hablar más contigo ni tenerte cerca. Si no te vas inmediatamente de aquí, me iré yo.

De lo furiosa que estaba contra mí, se puso hasta fea.

—Me iré yo, pero te diré una cosa antes de irme. Haces muy mal en despreciarme. Jamás encontrarás a nadie que te ame tanto como te amo yo.

—No me importa. Yo solo quiero que me ame mi novio.

—Algún día llorarás por haber despreciado el mayor amor que encontrarás en tu vida —sentencié en tono salomónico.

Recogí la toalla y me alejé tensando mi musculosa espalda para que la comparase con la de su novio que yo estaba seguro no la tenía tan bonita y bien desarrollada como la mía.

Pasé tres días pensando mucho en ella. Repitiendo en la pantalla de mi mente las imágenes de ella en la playa con su exiguo bikini y voluptuosa belleza.

El cuarto día estaba yo realizando mi turno de tarde. Me tocó retirar unos servicios de té que habíamos servido en dos de las mesas del vestíbulo. Llegué allí con una bandeja y, de pronto la vi por la ventana. Estaba de pie en la acera de la entrada del hotel. De pronto se detuvo un coche deportivo. Lo conducía un tipo que tenía pinta de playboy. Llevaba su pelo rubio artísticamente despeinado. Poseía un rostro anguloso y cubría sus ojos con unas gafas negras que por su diseño debían ser las que llevan las estrellas hollywoodenses. Ella le dedicó una sonrisa derretida, una sonrisa como yo habría deseado me dedicara a mí. Él dobló el cuerpo al tiempo que por la puerta abierta ella entraba en el coche y le daba el beso en la boca que yo había querido darle cuando estuvimos juntos en la playa. El beso quizás duró un minuto, aunque a mí me pareció una hora. Se fueron y yo recogí los servicios y los llevé a la cocina. Dentro de mí sentía muchas cosas malas: envidia, rabia, frustración.

Me crucé con ella al día siguiente cuando ella entró en la cocina a entregarle unos papeles al chef. Giró el rostro para evitar mirarme y saludarme.

Fue un gesto innecesario por su parte. Yo ya me había dado cuenta de que rostro no era ni la mitad de hermoso que yo lo había visto anteriormente. Tenía la nariz demasiado larga para mi gusto, los ojos demasiado pegados a ella y los labios poco carnosos y sensuales. Y mientras se alejaba pude verla bien por detrás. Era paticorta, tenía el culo descolgado y las pantorrillas demasiado gruesas para poder considerarse bonitas.

Desapareció por la puerta que daba al comedor.  Yo quedé totalmente decepcionado. Había dejado de verla deseable hasta el punto de pensar: <<Ahora mismo ni que ella me lo pidiese de rodillas querría yo besarla>>. Fue asombroso lo ocurrido conmigo: pues en una sola semana pasé de las bisoñez a la madurez.

No existe nada mejor que un desengaño para tener una visión muy clara de la realidad.

(Copyright Andrés Fornells)

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