DOS MUJERES ENTRARON EN LA CASA DE UN HOMBRE INCAUTO (RELATO)

DOS MUJERES ENTRARON EN LA CASA DE UN HOMBRE INCAUTO (RELATO)

A Anselmo Conejo los jueves le habían traído desde hacía algún tiempo muy mala suerte. Un jueves había conocido a Felipa Lechuga y se había enamorado de ella hasta las trancas. Felipa era bonita de cara, poseía un cuerpo bien provisto de los encantos que ponen chiribitas en los ojos de los hombres y en la cabeza deseos en los que pueden tener protagonismo primordial una cama e incluso sitios mucho menos cómodos.

Cuando Anselmo Conejo le dijo a Felipa que todo el inmenso almacenaje de amor que guardaba su corazón quería entregárselo a ella, la joven quedó durante un par de pensativa, pues la astucia no le era ajena, y luego condescendiente como si le hiciese el regalo más valioso del mundo le dijo:

—Yo también te quiero, aunque no sé si tú mereces que yo te quiera.

—Felipa, yo lo merezco más que nadie —apasionado él.

—Bueno, veremos si después de lo que te voy a decir, tu amor por mí sobrevive. Verás, mi madre y yo hemos vivido juntas desde mi venida al mundo. Nunca nos hemos separado y nunca nos separaremos. Nosotras dos estamos en un piso que es alquilado, y tú el piso en el que vives es de tu propiedad. Pues bien, si mi madre y yo nos venimos a vivir a tu piso, mi madre y yo nos ahorraremos el pagar un alquiler todos los meses y tú, si es cierto que estás tan enamorado de mí como pregonas, me tendrás tan cerca, que más cerca no podrá ser posible.

Anselmo Conejo no se esperaba aquello. Tuvo que asimilar la sorpresa que acababa de recibir. Miró detenidamente a la joven que tenía enfrente. Ella irguió el cuerpo y consiguió que sus abultados senos adquiriesen su máximo valor. Y también sonrió partiendo sus dos gruesos labios en un gesto que parecía talmente una invitación a ser besados golosamente.

Los hombres que aman a las mujeres se obnubilan muy fácilmente cuando creen que una de ellas desea, desesperadamente, que él disfrute de sus encantos.

—Bueno, mi casa tiene dos dormitorios, uno puede ser para tu madre, y el otro para nosotros dos. Verás que cama de matrimonio tengo más cómoda y espaciosa.  

Felipa fingió de nuevo que se lo pensaba consiguiendo con ello lo que se proponía: tener a su enamorado sobre ascuas y que considerara haber obtenido el mayor triunfo de su vida cuando ella cedió, todavía dubitativa.

—Acepto —para añadir como si le hiciese un favor supremo—. Acepto porque te quiero con toda mi alma y todo mi cuerpo, y deseo ser tuya, igual que tus ojos me están diciendo que quieres ser mío.

Sellaron ellos dos este acuerdo con media docena de besos encendidos, cerrar él sus manos en los senos de ella comprobando que eran turgentes, duros y verdaderos. Se enardeció tanto que le pidió a ella empezase a estrenar su maravillosa cama. Ella le dijo que si ella cediese, aunque se muriese de ganas, él la consideraría una mujer que se valoraba poco.

—Cuando mamá y yo nos vengamos a vivir contigo nos hartaremos de gozar en esa cama tuya tan cómoda y amplia.

Dos días más tarde, madre e hija aparecieron con dos maletas cada una y un taxista que una vez subida la primera le reclamó a Anselmo que lo ayudase.

—Écheme una mano con las maletas que pesan como demonios, y usted tiene un par de brazos como yo.

Anselmo subió dos de las maletas mientras el profesional del volante subía una. Cuando Anselmo, jadeante, reunió la cuarta maleta, el taxista le dijo:

—Las señoras me han dicho que usted abonará el importe de la carrera.

Anselmo, perplejo por este gasto inesperado, se volvió a mirar a Felipa que sonriéndole amorosamente dijo:

—Con las prisas mías de reunirme contigo, no nos ha dado tiempo de pasar por el banco y sacar dinero. Págale tú, por favor.

 Creyéndola, porque de Felipa hasta entonces solo sabía que le gustaba el carmín de sus labios y la firmeza de sus senos, Anselmo sacó su cartera y abonó lo que le dijo el conductor profesional.

Madre e hija se acomodaron en la vivienda de Anselmo demostrando desde el primer momento encontrarse tan a gusto como si fuese suya.

Y por la noche, Anselmo gozó el placer supremo de llenarse sus manos con el espléndido cuerpo de Felipa y entrar en su tesoro femenino.

A la mañana siguiente, por ser día laborable, Anselmo se arregló para ir a la oficina donde trabajaba. Antes de permitirle marcharse, Felipa le dio un beso en la boca y le pidió dinero para hacer la compra.

—Verás cuando vengas a comer que almuerzo tan rico te habremos preparado mi madre y yo.

Y así fue como Anselmo, sin él pensarlo ni saber cómo evitarlo, se encontró con dos inquilinas que no pagaban alquiler y encima él las mantenía.

A la semana de tenerlas con él, Felipa comenzó a tener jaquecas que le imposibilitaban tener sexo con Anselmo. Pero él ya se había enviciado de ella y bailaba al son que le tocaban madre e hija.

Y como esa norma de que las desgracias no vienen solas, además de la desgracia de tener por compañera sentimental a una mujer que padecía continuas jaquecas, a una suegra que le mostraba mala cara todo el tiempo e írsele el sueldo manteniendo el que cada vez era menos su hogar, un ajuste de plantilla lo dejó en la calle.

Cuando les contó lo ocurrido a su mujer y su suegra mostraron ambas un enorme disgusto y le dieron una orden tajante:

—Pues tendrás que buscar pronto un nuevo empleo. Del aire no podemos vivir.

—Cierto, no somos osos de agua que pueden vivir 30 años sin comida ni bebida —demostrándole su suegra las cosas que aprendía por internet.

Alfonso puso cara de víctima desamparada y no dijo nada. Y un día llevó a cabo lo que había planeado. Llenó dos maletas con todo lo suyo que le cupo en ellas, las metió en su coche, se dio de baja en todo lo que podían reclamarle dinero: la comunidad, el agua, la luz y un par de cosas más.

Hecho lo anterior se fue a otra ciudad y con el dinero que le quedaba se hizo con un quiosco donde se puso a vender chucherías. Era muy amable, paciente y simpático con los críos; les contaba cuentos cortos, divertidos y todos sus clientes lo adoraban.

Y pronto también lo hicieron las mamás de esos clientes infantiles y alguna de ellas, falta de cariño como lo estaba él, lo acompañaba en el cuarto de la modesta pensión donde dormía y más de una viendo la enorme modestia en la que vivía, le dejaba dinero encima de la mesita de noche antes de irse.

Y cuando alguien le pedía dijese alguna frase filosófica, él decía:

—Afortunadamente, la infelicidad no es eterna y, como las monedas, su otra cara suele ser la dicha.

(Copyright Andrés Fornells)

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